domingo, 29 de octubre de 2017

El periodista que pedía días libres para torear


Foto de perfil de Facebook de Juan Diego Madueño. 



De las corridas le gusta todo, la vuelta al ruedo por encima del resto. Estudió Derecho, quiso ser torero y terminó por escribir al respecto. Y lo hace como dios. Uno que no almidona las comas ni petrifica a los matadores con la laca a veces exhausta del género. A Juan Diego Madueño le basta el punto y seguido para salir a hombros de la página en blanco. Hablo del cronista taurino de El Español, que este fin de semana se ha vestido de corto, por segunda vez. La primera fue en 2016, con trastos de Jose Mari Manzanares. La segunda, hace unos días, en La Carlota, la plaza de toros de Córdoba. Aunque, a juzgar por el vídeo que he podido mirar, Madueño tiene más soltura con el punto y coma que con la portagayola. Eso sí: hace falta valor para salir vivo de ambos.   

Comencé a tratar a Juan Diego Madueño esta temporada en Las Ventas. De él conocía sus crónicas en El Español (me parecieron a la tauromaquia lo que Netflix a la televisión). El retrato veloz del muchacho arroja una foto simpática. Los pelos ensortijados, las gafas vintage de montura redonda y el bigote de liberal decimonónico, repeinado en sus extremos. Y acaso porque en el Patio de Arrastre habla uno de lo que habla, desconocía por completo sus paseíllos por el albero.  Me enteré hace una semana, la víspera de su viaje, en una segunda ronda de Alhambras tras salir de la proyección de Oro, la nueva película de Agustín Díaz Yánez, Tano, que reunió en una sala de cine a los más taurinos de sus allegados. Este señor entre ellos.

Estaba aterrado, insistía. Y aunque tenía previsto afeitar el bigote para la ocasión, cualquiera podría pensar que aparecería al minuto, por aquello de que el miedo hace crecer la barba, como le dijo Belmonte a ManuelChaves Nogales. Pero no, el hombre salió rumbo a Córdoba, a lidiar sus erales. Cogería el primer autobús de la mañana. El más barato, apostilló. Madueño, que además de cronista taurino vive -como los de nuestra generación- picando piedra en la mina de la actualidad, tuvo que pedir días libres en el periódico para torear.

A sus 28 años, luce lejana ya su incursión como alumno de la Escuela Taurina de Córdoba. Tenía 16 años y ganas de vestir de luces, pero desertó por cobarde, dice él. La primera vez que acudió a una corrida de toros fue de la mano de sus abuelos Juan y Ramona: "los padres de mi padre, me acomodaron en nuestra localidad", según él mismo contó en Blanco sobre negro. Tenía cinco años cuando lo llevaron a una plaza portátil en Villa del Río, ese pueblo que no por pequeño deja de desafiar: tiene un puente sobre el Diablo.

Acaso por eso, por el gesto artístico de los milagros que se montan y se desmontan, desde ese día Madueño vive, como él dice, en una plaza portátil con una media luna clara y afilada al lado. Acaso por eso habita en el miedo irrenunciable. Quizá  por esa circunferencia que aparece y desaparece, el Madueño anda rumiando ideas duchampianas. Torear tecleando, por ejemplo. O, por qué no, pergeñando una partida imaginaria en la que Morante juegue al ajedrez -a lo Duchamp-, mientras los aficionados susurran ‘bieeeeeen’, a cada movimiento que hiciera el matador de un peón.


Ganas de ver a Madueño torear. El día en que me haga banderillera, con la bendición del Michelín y Manolo Montoliú, iré a pedir trabajo en la cuadrilla de Madueño, el diestro que pedía días libres en el periódico para torear. Será cuestión, digo yo, de sacar lustre a los puntos y comas. 

jueves, 12 de octubre de 2017

Esperaré a mi próxima pesadilla




Yo soy el desarraigo. Me repetía ante un espejo en mi última pesadilla... de la que desperté acelerada, metiendo y sacando ideas de un bolso revuelto a los pies de la cama. Encendí el último cigarrillo de la cajetilla y poco después la tele, para que hiciera ruido. Comencé a leer editoriales sobre el desafío catalán.¿Qué celebramos el día de la Fiesta Nacional?, escuché en la voz de un tertuliano de Espejo Público. Sólo entonces me di cuenta. 12 de octubre. Un día como hoy de 2006, hace ya once años, llegué a España. Había olvidado mi propia efeméride. Qué buena memoria tienen mis pesadillas.

Año 2006. José Montilla se convirtió en presidente de la Generalitat, que ya era un desamor en aquellos días del Plan Ibarretxe. Cuatro años después, José Montilla, aquel hombre que se hacía llamar catalán de Iznájar, dejó a los socialistas la peor derrota electoral en Cataluña. Artur Mas llegó a la escena política y Montilla se retiró. Han pasado once años, una crisis económica, una acampada indignada de la que salió un partido político, y una abdicación monárquica... Ni Montilla ni Mas gobiernan ya. El largo reproche de sus años desembocó, eso sí, en el esperpento que forman juntos sus propios monstruos y los que se unieron luego a la fiesta.

Un día como hoy de 2006, hace ya once años, llegué a España. Ni Montilla ni Mas gobiernan ya...

En aquellos días hasta el agua suponía un desencuentro con Cataluña: el trasvase... siempre el trasvase entonces, y la educación, y la sanidad, y los presupuestos. Nunca nada era suficiente y el reproche salía a borbotones hasta de un 'espetec'. De aquellos años –la sequía catalana, porque apenas llovía- conservo las crónicas de este blog, que comencé como una prescripción farmacéutica. Para no volverme loca. O mejor dicho, para no volver… la vista atrás. En ellas escribía todo cuanto escuchaba o presenciaba, para colocarlo en orden. Lo hacía, creo, para hacerme a la idea de que llegaba a un lugar y obviar lo importante: que me arrancaba de otro. De un país que ya no me recuerda y al que me une, al mismo tiempo, un amor y un agravio.

Hace un tiempo uní todas esas crónicas en un libro. Diez años encuadernados en la piel de la persona que se había marchado y la de quien jamás regresó. El pellejo de la que se descubrió ya lejos. En una terraza de la Castellana, durante la comida acordada para hablar del manuscrito, la editora a quien entregué el texto me dijo que le gustaba el libro pero que no sabía exactamente de qué hablaba.  Hubo educación y empatía en su pregunta, no lo niego. Pero a mí me parecía que saltaba a la vista. Que era incluso redundante todo cuanto contaba ahí. Escribiera de fútbol -pásate, macho, el Marca- , de la Norma de Bellini o las aventis de Juan Marsé, en realidad siempre hablaba de lo mismo: del hecho de no hallarse, de no ser. Me marché con el estómago apretado y una sensación extraña, áspera. No volví a abrir el manuscrito.

Al llegar a casa, un grupo de tunantes instalado en la terraza del bar frente a mi portal pasaba la tarde con cervezas y rojigüaldas

Este jueves festivo, blando como un domingo resacoso, miro una pantalla de televisión en la que desfilan tropas y la bandera se significa,  sobreactúa a veces. Un tertuliano pregunta qué celebran el día de la Fiesta Nacional. Los signos de interrogación me sujetan como a un pez que ya boquea  en el anzuelo. Pensé en mi llegada a España. Sonreí con esa mueca rota que me sale a veces. Pensé en la efeméride del desarraigo. El encuentro de dos mundos, jo jo jo, y esos chistes fáciles sobre la leyenda negra y la identidad. Al segundo, me sentí frívola.

Vi el desfile, el reparto más o menos simétrico de hombres y mujeres igualados en sus ropas, en su paso. Salí de casa, haciéndome la misma pregunta. Pasó el día, con el garfio de la celebración, con la duda del aniversario. Al llegar a casa, un grupo de tunantes instalado en la terraza del bar frente a mi portal pasaba la tarde con cervezas y rojigüaldas. Me senté, otra vez ante el ordenador, a leer la prensa e intentar escribir la novela que debería acabar en un mes. El ruido entra por la ventana. Cantan los tunantes mientras leo el poema de Jaime Gil de Biedma que hoy Juan Marsé recuerda en la Tribuna de El País:

Por todo el litoral de Cataluña llueve
con verdadera crueldad, con humo y nubes bajas,
ennegreciendo muros,
goteando fábricas, filtrándose
en los talleres mal iluminados.
Y el agua arrastra hacia la mar semillas
incipientes, mezcladas en el barro,
árboles, zapatos cojos, utensilios
abandonados y revuelto todo
con las primeras Letras protestadas.


Me asomo a la ventana. Abajo, en la calle, los tunantes cantan Que viva España. Son el espectáculo de la terraza. Les hacen fotos y vídeos.  Una japonesa aplaude, entusiasmada, su ración de color local. Uno de los entusiastas tunantes la saca a bailar y perpetran un paso doble entre escupitajos y pegotes del suelo sucio, transitado por los miles de turistas e inmigrantes que tocan sus exhaustos acordeones. Un anciano con paraguas -por qué lo lleva, hoy no hay previsión de lluvia y el termómetro marca 30 grados- observa la estampa de la japonesa y el tunante. El hombre se lleva un pisotón. Se duele del tropiezo que le propina otro curioso. Ríen y bailan el joven y la japonesa. El viejo se duele.

Entonces todo se me anega en las sienes: el desfile, las banderas, Montilla, el desafío…  Las efemérides  tienen una naturaleza coreográfica pero golpea como olas. Unen en la certeza de los símbolos a los que quieren pertenecer. A los que quisieran formar parte de sus propios deseos, acomodados al fin en un lugar. Once años después,  trepada en ese balcón como una gárgola, descubro que mi vida sigue siendo este litoral que se reparte, todavía, a este y al otro lado del mar. Y ya no sé muy bien cuál herida o pisotón me duele. Si el del hombre del paraguas o el mío, mirando todo aquello.

Esperaré hasta mi próxima pesadilla para averiguarlo.