martes, 9 de diciembre de 2014

Los comedores de arsénico VII


VII 

Félix no me deja hablar de ti en nuestras sesiones, le dije, de sopetón. Ella no levantó la mirada del libro, como si yo no estuviese frente a ella, como si no hubiese dicho nada. Que te digo que Félix no me deja hablar de ti cuando voy a consulta. Ajá, murmuró, insoportable, ahorrándose vocales. No hay nada que me irrite más en Mercedes que cuando se hace la ausente, que suele ser la mayoría de las veces; al menos conmigo. ¿Y no se te hace raro?, insistí. Pues no. La verdad no. Sacó un postip color rosa y marcó con él una página. ¿Qué lees? Nabokov, respondió. ¿El de Lolita? Sí, Juan, ése, el de Lolita. ¿Y te gusta? ¿Qué cosa, Juan? Pues el libro. Tampoco contestó. Volvió a extraer otro postip y marcó la página siguiente. La mitad del libro estaba llena por completo con esas pequeñas banderitas con aspecto de lengua de serpiente; un libro medusa, como ella, como Mercedes. No me estás haciendo caso; pensé que reclamándole atención conseguiríamos hablar, aunque fuese un poco. ¿Y qué querías, que Félix compartiera contigo lo que hablo con él? Su silencio me parece justo, afirmó sin mirarme. Me ha dicho que estás mejor, le dije jugando mis fichas. Y lo estoy, llevó la mano a su pequeña cajita de postips, pero sólo consiguió sacar una lámina transparente sin pegamento que ya no servía para nada. Se habían acabado. ¿Mejor en el periódico?, solté yo. Igual que siempre, devolvió ella. Con Mercedes, hablar es como jugar al Ping-pong con un coreano somnoliento. Vamos, que eso en tu caso es algo así como: igual… de mal. Ella levantó, al fin, la mirada. Al menos a mí no me da por tirarme a la autovía... ¿Y qué tal Félix, te ha servido por lo menos para que la próxima vez que intentes matarte lo consigas?, cogió la cajita sin postips y la usó como improvisado marca libros. Pues, si te soy sincero, le dije, tengo la impresión de que Félix no me hace caso. Le he pillado, varias veces. Me confunde con otros pacientes. Me pregunta por cosas que acabo de contarle. Creo, la verdad, que no me escucha. Bueno, no te quejes, al menos te deja pagar las citas de tres en tres. Míralo, es como un crédito, cuántos psiquiatras hoy día ofrecen terapia con financiación. Mercedes llevó los dedos al plato vacío de aceitunas. Te las has comido todas, dijo, cuando en realidad había sido ella. ¿Salimos a fumar?, me preguntó. Hace demasiado frío, y la verdad no me apetece, ¿por qué no te pides otra ronda? Pídela tú, ya vuelvo, ordenó; Mercedes cogió el abrigo y sacó la cajetilla del bolsillo. La ví atravesar el bar y salir a la calle. Encendió el cigarrillo y se puso a fumar de espaldas a la cristalera. Desde niña, Mercedes ha tenido la manía de permanecer de pie con las piernas abiertas y empujando las caderas hacia delante, como si estuviese a punto de bajarse la cremallera para orinar. Siempre fue un poco marimacho, aunque con los años, su brusquedad se ha convertido en un encanto discreto. Cuando tenía 17 daba apretones de mano en lugar de besos y hablaba con voz de hombre para disimular el terror que le producía hablar con otras personas. Es guapa Mercedes, pensé mientras la observaba dar largas caladas a uno de esos Marlboro extra largos que ella compra para fumar más sin que parezca. De pronto, un hombre gordo y con barba se detuvo a hablar con ella. Se saludaron con dos besos entusiastas, el de ella un poco más psicópata que el de él. Y como siempre que se sentía evaluada, Mercedes comenzó a gesticular en exceso, como si intentara demostrar más sorpresa y felicidad de la que realmente siente, lo que la convierte casi siempre en una mujer excesiva para quienes la conocemos y encantadora para quienes se creen sus paripés. El gordo barbudo parecía tener prisa y se despidió de ella con dos besos mochos y torpes que ella respondió ofreciendo las mejillas y poniendo morritos, besuqueando el el aire. Él se alejó imitando con las manos el auricular de un teléfono. Ella, en cambio, respondió con el gesto de quien escribe en un teclado. Mercedes odia el teléfono. Cuando contesta, lo hace con una sonrisa de hormigón, como si fuese posible oír en su voz  el rastro de esa mueca risueña y feliz. Pedí dos tercios  más de cerveza y un cuenco de aceitunas. Mercedes sólo come aceitunas y, a veces, frutos secos, pero sólo si son cacahuetes. Eso sí, odia los kikos; son demasiado duros y hacen que le duelan los dientes. Viéndola fumar, todavía de espaldas, me di cuenta de que sabía de ella todo cuanto no era importante: el  mal humor que le produce que la tropiecen en la calle, la irritación que despiertan los viejos y los niños, su manía de ir sentada en el autobús aunque sean sólo dos paradas… Conozco de ella ese largo catálogo de tonterías y, sin embargo, no soy capaz de saber cuándo está mal o cuándo peor; no sé distinguir sus cabriolas ni sus cambios de humor; soy capaz de creerme cualquier mentira, porque ése es el acertijo de Mercedes: lo que parece de lo que es. Ella siempre busca aparentar ser más inteligente, más calmada, más feliz, más capaz, más dispuesta, más dueña de sí misma, más, más, más… siempre más. Pensaba todas aquellas cosas cuando ella se sentó de nuevo a la mesa. Te he pedido más aceitunas, le dije haciéndome el eficiente. Mercedes sentó en el sillón y se escurrió un poco. Y entonces,  Juan, ¿piensas buscar trabajo de lo tuyo? ¿Y qué es lo mío?, dije como un buen centrocampistas que recupera balones. Pues los números, las cuentas, vamos, las finanzas. Podrías aprovechar el paro para hacer un máster en gestión, o finanzas, ¿no crees? Ni lo sueñes, le dije mientras despegaba la pegatina de la botella vacía de cerveza. Creo que deberías. En el fondo, Juan, si trabajabas en aquel banco es porque querías que alguien se fijara en ti y te contratara como analista. Eso mismo, Mercedes, quería. Ya no. Un camarero de barba tupida y brazos tatuados dejó sobre la mesa los dos tercios y el cuenco con aceitunas. Quién era el hombre que te saludó, pregunté para cambiar de tema. Bartolomé, el editor de Lengua de Vaca, dijo cogiendo una aceituna, como si yo supiera qué demonios es Lengua de Vaca. Una editorial independiente, redondeó, generosa, para que yo no estuviese tan perdido. Me ha dicho que le envíe mi manuscrito. ¿Y vas a hacerlo?, atraje hacia mí el cuenco de aceitunas en cuanto me di cuenta de que iba a echar el hueso chupeteado entre las olivas.  No sé… y resopló. ¿Y qué fue lo que le dijiste a Félix de mí? Pues la verdad. Abrió los ojos simulando sorpresa: ¿y cuál es La Verdad? Pues que no estás tan bien como dices. La miré coger el cuenco, sacarse el hueso chupado y dejarlo entre el resto de las aceitunas sin morder. Los detalles, Juan, siempre se agradecen, me respondió. Nos miramos, en silencio. Y sólo ahora me doy cuenta de que no había entendido, de que jamás había comprendido  ni una sola de las palabras de Mercedes.