miércoles, 11 de junio de 2014

Desangrarse en un charco de jugo de guayaba

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Me toqué el entrecejo, varias veces. Sabía que esa noche tampoco dormiría, como la anterior a esa; y la anterior a la anterior. Durante el insomnio todo es impar. Y a mí los nones no me gustan. Sólo lo que puedo dividir sin decimales me tranquiliza.
De aquella noche –pensé- solo podría extraer un jugo cansado, amargo como lucen los días en los vagones de metro. Me fui a la cama, arrastrando consonantes y frotándome el entrecejo, como si intentara borrar algo claveteado con fuerza. Casi con la angustia con la que de pequeña rascaba mi frente los miércoles de ceniza.
Pero dormí. Sí, ocurrió. Soñé con mi ciudad, Caracas. Recorría tiendas vacías en un centro comercial con vitrinas relucientes.  Creo que buscaba a mi hermana, a quien imaginaba visitando establecimientos para comprar algo –en la vida real no se consigue casi nada-.
En mi raro paseo, un hombre con un revólver escondido en su bolsillo me vigilaba. Yo sabía que llevaba uno –sí, pensé como se piensa en los sueños, con esa certeza de tragedia griega-. Pero no me importó. Yo sólo quería encontrar a mi hermana.
El hombre con el revólver se acercó a mí. Era grueso, casi fofo. Su sobrepeso remarcaba todavía más la empuñadura del arma, que –ahora sí- sobresalía del bolsillo. Apenas me miró. Entonces sacó su pistola. 
Era un oscuro revolver de tambor – un 38, un arma de policía-. Y entonces lo hizo. Me descerrajó  un tiro en la frente. “Toma, catira, un disparo”, dijo justo antes de apretar el gatillo. En mi ciudad, a las rubias les llaman catiras.
No recuerdo si caí al suelo. Sé que tenía miedo. Sabía que, de no sobrevivir, no encontraría a mi hermana. Si simulo mi muerte, quizá viva; razoné. Y ahí me quedé, en los pasillos de un centro comercial, mientras un pulposo jugo manaba de mi frente.
La hemorragia no era roja. No olía a metal. No tenía la gravedad de los crímenes ni las desgracias. De mi frente no salía sangre sino jugo de guayaba, la fruta más dulce y agusanada que un niño haya probado jamás.  Aquella, siempre aporreada en los abastos, con la que mi abuela componía un azucarado brebaje que yo bebía a morro –y a escondidas- asomada a la nevera.También hacía con ellas un potente dulce, de melao rosa, que mi madre guardaba como un bien valioso. Lo era.
En el sueño el adormecimiento sobrevenía. Ocurría con la sensación placentera que tienen las ráfagas de calor en las ciudades con valle. Porque si algo recuerdo de las guayabas era aquella propiedad de darse contra el suelo como ninguna otra fruta. Con un golpe pocho y sordo; empalagoso, como el sonido que producen las cosas maduras al estrellarse contra un patio de cemento. Así han de sonar los corazones cuando no laten.
No recuerdo si viví o no. Sólo sé que me levanté acariciándome el entrecejo claveteado por el disparo que me propinó en sueños un hombre obeso. Me levanté de la cama, deletreando, de a poco, la palabra catira… un sustantivo artificioso, que nombra a las que nos teñimos el cabello y escondemos las cosas a gritos.

domingo, 8 de junio de 2014

Genios o enamorados

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Hace unas semanas fui a ver una película. Más que una historia, eran varias. Entre una y otra, el realizador aparecía; hacía y decía cosas. A veces cruzaba como un fantasma sosteniendo un largo micrófono; en otras hacía sonar una claqueta que acotaba un tiempo que no era tal; que no transcurría; un tiempo controlado de antemano, un hilo raro de historias que eran –y a la vez no- la misma: un grupo de actores alrededor de León,  un director joven que quiere hacer una película sobre el suicidio.
Me gustaron los recorridos que hacían los protagonistas por mi barrio; la larga caminata con la que cruzan de madrugada la Plaza Mayor y por la que se pierden entre antenas de televisión, como esas que perseguían a Mastroiani cuando alguien dejaba un mensaje de voz en Estamos todos bien. Estaba rodada en blanco y negro. Cada historia suponía una estampa. Un chico y una chica que se parten la caja con un tetrabrik a la hora del desayuno; una actriz que canta borracha, sentada sobre una barra después de sorber fideos en un japonés; amigos que se llevan la contraria al momento de pagar la cuenta en un bar al que voy a menudo… Una vida sin consonantes –las consonantes como los elefantes me obsesionan- y que para resumir tendría que valorar. Algo que no deseaba hacer, ni ese día ni hoy.
La película, de Jonás Trueba, se llamaba Los ilusos. Y fui a verla por la misma razón por la que hoy deseo licuarme de a poco en el sofá: quería una explicación, una consonante, la esquirla de un espejo dónde verse retratado. El filme se publicó junto a un libro, también de Trueba: Las ilusiones (Periférica).
Leí el texto del tirón. Lo subrayé, varias veces; sobre todo en las partes dedicadas a Roberto Juarroz. En sus páginas, como en la película, entraban y salían anotaciones, impresiones, folios de una Moleskine imaginaria que podría haber sido la mía; la de alguien más. Al salir del cine, al cerrar el libro, sentí lo mismo: tenía en las manos un artefacto, un artificio. Algo que parece y podría ser real; algo que, para existir, debe atravesar el largo desierto de la creación, ese medano donde encallan y se estropean las ideas. Porque en el fondo partimos de eso: de una ilusión, es decir, un algo sugerido por la imaginación o causado por engaño de los sentidos, pero también aquella otra cosa que se aloja en la esperanza.
Tumbados en una cama, el protagonista, León –el que quiere hacer una película sobre el suicidio-, y una actriz –la que sorbía fideos, la que cantaba en una barra, la que hacía cursos para prepararse a las audiciones en las que no la cogen- hablan desnudos. Él lee en voz altas pasajes de un libro que ella escucha mientras, me da a mí por pensar, se muere de frío, un frío que comienzo a creer que no proviene de la imagen, ni siquiera del blanco y del negro, sino de las palabras que León pronuncia.
“Puede que me equivoque, pero existe un momento en la vida, sólo un momento, en que somos conscientes de que somos genios o enamorados. O una cosa u otra, imposible ambas. Y cuando ese momento llega tenemos la vaga certeza de que arrastraremos nuestra carga, sea la que fuere, hasta el final de los días. Yo superé ya el momento. Sé que nunca alcanzaré las cimas de la genialidad y, lo más abrumador, acongojante aun, sé que el momento del amor se escurrió entre mis dedos para siempre. Así, ni tengo nada ni espero nada”.
Ese párrafo lo atribuyó Félix Romeo a su amigo Chusé Izuel, el escritor que recién cumplía los 24, el mismo que decidió acabar con su vida saltando desde un balcón y al que él dedicó su novela Amarillo.  Una a una, sus palabras se quedaron pegadas a la ropa como un olor o una intención. Al día siguiente lo busqué en Internet. Apenas conseguí un fragmento. Pero con eso me bastó. Lo copié en el portapapeles y lo guardé en un documento en blanco, donde permaneció hasta hoy.  Entonces releo, en voz alta.  Genios o enamorados “O una cosa u otra, imposible ambas”. Me balanceo en la doble idea de la ilusión como espejismo y esperanza. Me columpio. Confecciono mi balcón imaginario, deletreo el largo desierto que existe entre una idea y su forma final, ese que separa lo que esperamos de lo que obtenemos. 
Genios o enamorados... Me levanto de la silla y me asomo a la ventana con una sola certeza. Si la escritura fuera lo que ansío -lo que espero-, si con ella pudiésemos realmente corregir o enmendar, a Izuel habría que escribirle una vida en la que fuese posible volar. Pero no es posible. Por eso, a veces yo también, ni tengo ni espero nada. Me doy la vuelta, recorro con la mirada una biblioteca a la que le crecen torres apiladas de libros. Genios o enamorados… Cuál será esa parte del espejo -de la vida- donde se pueden ser las dos cosas a la vez, me pregunté entonces y ahora. Nos pasa a los ilusos: "nos gusta mucho especular".