martes, 20 de mayo de 2014


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En días como hoy, el 26 pasa cada ocho o diez minutos. Mientras ese tiempo transcurre, hago lo que siempre: inspecciono la rotonda, acumulo en mi mente un número razonable de cosas por hacer, examino mi silencio el tiempo que dura en desinflarse un suspiro. Me saco de los bolsillos motivos, como quien rasca monedas al final de un una billetera. Pienso en algo parecido a una manta y entonces pasa lo que pasa: cruza frente a mi un raro trencito de turistas que pedalean; se desarma de un golpe el reloj de Atocha y voy quedándome sin ideas, sin nada qué decir. Levanto la vista. Me dejo abatir. Subo al autobús pensando que hay cosas que deberían ser distintas y otras que ya lo son. Y me quedo ahí, redondeando esa idea con la yema de los dedos. Me dejo licuar, de a poco. El 26 sube Atocha dando pesados tirones.
Hay cosas que deberían de ser distintas y otras que ya lo son.