sábado, 10 de marzo de 2012

Habitantes de un vagón impar




Viajo en el vagón impar de un tren con destino a Córdoba. Son las nueve de la mañana de un  domingo de marzo. El destino final del AVE es la estación Santa Justa, en Sevilla. Viajamos a una velocidad de 300 kilómetros por hora, la temperatura es de 20 grados, el índice de precios al consumo es del 2% y la tasa de desempleo llega a  4.712.098 de personas.

Falta poco menos de un mes para las elecciones la comunidad autónoma de Andalucía, el bastión final de una batalla que promete choque. No porque afecte por entero a un país, sino porque todo cuanto realmente le afecta queda postergado hasta la fecha final de ese evento electoral. Los periódicos regionales de la ruta que cubre el tren bullen de propaganda electoral.

Los pasajeros viajan en sus asientos, hacen ovillos con sus cuerpos, intentan dormir con la nana absurda del cansancio. Entre el pasaje, una chica tunecina, de ojos grandes, blanco cerámica, y la piel color oliva o chocolate, discute en árabe con un hombre de piel canela y cabello blanco. Hablan sobre la primavera árabe, creo. No entiendo lo que dicen, pero sé que no logran ponerse de acuerdo.

Hablan alto, muy alto, tanto que interrumpen las siestas desacompasadas de los pasajeros y del grupo de activistas sociales que viajan con ellos. Feministas, representantes de redes por el derecho a la vivienda en América Latina, investigadores por una economía más justa en Asia, miembros de organizaciones de educación popular, lobistas por los derechos humanos. Todos ellos distribuidos en los asientos cercanos a la pareja que entabla, parece, un debate.

Ella es joven. No sobrepasa los 30. Él tiene más de 50, lo delata su actitud victoriosa. Habla con ella con desdén, como si tuviese la razón de antemano. No le concede ni un centímetro a la posibilidad de que lo que sea que ella diga sea cierto.  Y sin embargo, un interés continuo lo obliga a mantener esa conversación.

Dos gitanas de caderas imposibles cruzan el vagón. Llevan la cabeza cubierta con pañuelos y visten faldas de telas ásperas. Las sigue  un niño con las mejillas llenas de mocos secos. Logran hacer más ruido que la chica y el hombre que debaten y se marchan en dirección a la cafetería.

Un periódico abierto en la página perezosa de la actualidad muestra un titular: Rajoy decidió plantar cara a Bruselas tras ver a Merkel”, en las páginas interiores, el redactor explica cómo el presidente de gobierno consigue que España rebajara el objetivo de déficit estructural a 5,55%.

Algunos de los activistas que no duermen, hablan entre sí, con el periódico en la mano. Dicen que Europa al fin descubre de lo que se trata una crisis. Dicen que, al fin, Europa entiende, por primera vez, para qué sirve realmente el FMI, como lo descubrieron los países de América Latina en la década de los 90 con las medidas de ajuste que ahora viven países como Grecia y la misma España.
Países pobres y ricos, una división encantadora. Trazar líneas gruesas es una cosa que a los activistas les encanta. O eso percibo en las mejillas adormecidas donde se marca la trama de los jerseys que usan como almohada improvisada.
Es un hecho, en el vagón ya nadie duerme. La pareja que habla sobre la primavera árabe pasa indistintamente del francés al árabe y del árabe al francés. Percibo, en una maraña de apóstrofes aéreos, que si para eso era necesaria una revolución, mejor no hacer nada. Cazo al vuelo, velados reproches a Europa de parte de ella, y resabios autosuficientes de él, que de Occidente quiere lo necesario.
Ella de Occidente quiere lo que ha venido a buscar, parece, una igualdad que le permita ser la oveja negra que siempre quiso ser: decidir sobre su vida y no estar sujeta a un dogma que la coloque debajo de nada, ni de sus hermanos que tienen el derecho al doble de todo, de libertad, de herencia, de decisión... Por eso no regresa a Túnez, aunque se muera por hacerlo, como la delatan sus dedos morenos de yemas blancas. A él  todo parece darle igual. Las gitanas con su ropa áspera y sus cuerpos de olor agrio pasan de vuelta, ahora con el niño en brazos.
Son las nueve y cincuenta minutos de una mañana de domingo. Viajamos a una velocidad de 300 kilómetros por hora, la temperatura es de 20 grados, el índice de precios al consumo es del 2% y la tasa de desempleo llega a  4.712.098 de personas.
Los activistas intentan dormir, tranquilos, pero no pueden. Los que no son activistas tampoco pueden conciliar el sueño perezoso de las nueve. No es por el murmullo de la primavera árabe que no duermen. Tampoco por el desajuste del sueño en sus cuerpos agotados. Tampoco por la crisis que arrebata hectáreas de terreno a los campesinos. Es el sol del día que entra, incierto, en el vagón impar de un tren que descarrila.
¿Cuánto falta para llegar al destino final?

2 comentarios:

María Antonieta Arnal Parada dijo...

Muy buen relato

Doctor Letra dijo...

Pasaste por mi tierra! Noté algo ese domingo, quizá fuera el mismo Sol, los mismos olivos!