miércoles, 27 de julio de 2011

Pasar revista al jardín sin culebras

C


Mi biblioteca está arriba, en el pasillo. La repasé, un par de veces. La recorrí, con la sensación de no ser ya la persona que leyó todos esos libros. De no ser capaz ya de recordar ni una página de todo lo que alguna vez leí en ellos –y los leí, sé que los leí-. Borges, Cortázar, Celan, Faulkner, Foucáult, Chejov, Coetzee, Amis, Woolf, Shakespeare, Picón Salas, Ramos Sucre, Whitman, Juarroz, Yeats, Ginsberg, Burroughs, Vargas Llosa, Azúa, Fusco Baudelaire, Wilde, ¿Pizarnik?, ¿Miyó? No, ellas están en Madrid, muy necesarias, siempre… De izquierda a derecha, como siempre. Así recorrí mi biblioteca. Y quise llevármela completa, cogerla como quien saquea, con la angustia de quien ya no conserva un verso, ni una página.


No creo que sean todavía las seis. Amanece con ruido de pajaritos, y en la terraza de las tardes viejas, me miro los pies de uñas rojas. Miro el esmalte que antes fue mi favorito y ahora me parece vulgar. Me miro como a un circo de esos de los que siempre se vuelve horrorizado y triste. Mi casa no es ésta, ni aquélla, ni en la que ahora paso los días al otro lado del mar. Mi casa tal vez, esté por llegar o no llegue jamás. Se puede vivir en el mar o la oscuridad; prefiero el vaivén del primero al sepulcro de la segunda. En la terraza de las tardes de marzo, me miro los pies. En la terraza de las tardes de marzo, mis muebles se irán a la calle y los que quedan cambiarán de sitio. En la terraza de las tardes de marzo… me tranquiliza saber que no hay lugar al cual volver.

Las ventanas que antes batían permanecen ahora cerradas y sucias; acumulan en sus cristales la tierra que caerá sobre nosotros. En la plaza donde alguna vez vi ardillas, el mismo hombre a caballo me parece el mismo hombre a caballo; los edificios parecen los mismos edificios, remozados, pintoreteados, patriotas, pero los mismos; ciegos y llenos de balcones. Miro a mi alrededor personas disfrazadas de combatientes, inspecciono el fortín de hace siglos convertido en quién sabe cuál guerra. Porque parece que alguien más va hacerse con tus almohadas. Que alguien más va a llenar con sus sueños los espacios en blanco que has dejado. Pero eso, ¿a quién importa ya?

No soy nómada ni valiente. Soy una tonta pasajera con una maleta de vientre de pez. Soy la transeúnte que arrastra una ballena tirando de su cola en las terminales de los aeropuertos (Cómo pesan sus arpones y los míos). Y esta mañana, descalza, en la terraza de toda la vida, fumo… dejo pasar el silencio, las guacharacas y los helicópteros. Y lo sé. Soy lo que siempre voy a odiar y lo que no me cansaré de castigar. Vengo de un lugar que se borra. De una tierra de hombres y mujeres que se recuerdan más altos, más listos, mejores de lo que son. Vengo de una ciudad ciega que ahora parece limpia.

No necesito moverme para saberlo, con esta silla me basta. Con este mueble descolorido, con este asiento de avión, con esta silla de patas rotas. Aún joven, y tan poca. Tan poquita Margarita y tan linda la mar. Tan poquita, a pesar del demasiado espacio. Elefanta, inmensa… enorme para querer, para abalanzarme sobre los lugares, sin saber que las estanterías de cristales se rompen con un solo giro de mi corazón paquidermo. La elefanta loca. La inmensa quebradora de casas. La demasiada. La que ahora mira las astillas de su paso. La que no entiende cómo de tanto desear cosas se puede llegar a no tener ninguna. Veo libros a mi paso como bajas de una guerra. Veo calles a mi paso como lisiados combatientes. Veo frente a mí sobrevivientes. Y entonces pienso, como quien desea, que con escribir me basta, pero ni siquiera esta línea me sirve para hacer vértigo y saltar a la siguiente como una suicida correcta y esmerada. Ni siquiera, elefanta. Ni siquiera.

Anda… levanta tu triste trompa en el circo sin trapecio. Mira las tacitas de cuando fuiste, alguna vez, pequeña. De cuando no rompías cosas. De cuando no eras lo que eres ahora. Ahora. Entristeces, elefanta, mientras pasas revista al jardín sin culebras. Animales grades de corazón lento, ¿qué vamos a hacer después del mar? ¿Quizás perseguir el sonido de los ríos que tragan novelas? Pero… ¿no sabes, acaso, que tus pirañas más amorosas están en otra parte? Si tan solo fueras capaz de escribirlas y conjurar con ellas las cosas que se rompen. Si sólo fueras capaz, animal lento. Si sólo fueras capaz.

martes, 12 de julio de 2011

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Hoy visto tacones altos, como siempre. Sobre ellos, esta vez, camino como las mujeres prestadas que siempre quise ser. Como ésas que entienden de equilibrio. Como las damas de cuento que provocan la demolición de un edificio con tan sólo desanudar su coleta o aquellas que caminan calzadas en largas copas de champaña. Camino con la vocación de las rompedoras de cristales. Como la que más. Camino como si tuviera certezas, como si hubiera dormido bien. Camino como si la palma de mi mano llevara impresa una dirección que conozco al dedillo. Camino riéndome de los mensajes escritos en los muros; de los que quieren morir de amor y de quienes lo consiguieron en el intento. Camino pensando. Repitiéndome una enumeración insistente y absurda que comienza siempre en el número 38. Camino, ya lo dije, camino. Y no me pregunto de dónde salió esta ruta fácil sobre aceras sucias. Sólo sé que conduce al mismo lugar. Cruzo el paso cebra aún preguntándome lo mismo. Demasiados folios en blanco. El garabato del cursor titilando en mi cabeza, parpadeando sobre los huecos que dejan los personajes cuando no se deciden a salir de sus cuevas de papel en blanco. Hoy visto tacones altos, como siempre. Y sin embargo me queda la sensación, permanente, de lo que está por escribirse. O quedó por escribirse, en los bordes de un naufragio. Llevo tacones altos, pero el agua me llega a los tobillos.

lunes, 4 de julio de 2011

El plato de arroz o quién tiene la razón (Manila, día 3)

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Danilo Ramos es campesino. Trabaja en una hacienda productora de arroz a tres horas de la ciudad de Manila. En su plantación, un jornalero promedio puede llegar a ganar menos de un dólar al día. Cuando habla al respecto, Danilo lo hace en ese inglés incomprensible y entusiasta de quienes, paradójicamente, necesitan hacerse entender.

Desde hace más de veinte años, Danilo milita en la Coalición Asiática de Campesinos, asociación que agrupa a más de 20 millones de campesinos en China, India, Bangladesh, Malasia, Indonesia y Filipinas, y de la que ahora es Secretario General. Desde ahí, Danilo pide dos cosas: acceso a la tierra y mejores salarios.

Mientras hablo con él, Danilo Ramos saca de su bolsillo una cartulina, que desdobla con rapidez. Es un mapa de Asia. Y mientras me señala las zonas más afectadas por la militarización que desplaza a miles de productores, me repite, una y otra vez, que quiere de mí que entienda una cosa: la tierra no ha sido ni será nunca suya.

Al escuchar a Danilo, un hombre de ojos rasgados y cabello cenizo que bien podría ser mi padre, me viene a la cabeza una imagen. Una sola. La idea de quien rebaña los granos de un plato casi vacío. El problema empeora cuando quien lo hace, quien rebusca con la enfebrecida cucharilla, es el productor.

En Asia, la situación de la propiedad de las tierras enciende desde hace décadas la relación entre las autoridades, productores y campesinos. Tan sólo durante el gobierno de Gloria Arroyo, en Filipinas, el ejército utilizó los campos empobrecidos de Mindanao, al Sur del país, como cantera paramilitar.

En solares mal explotados resultaba mucho más atractivo la recompensa por la caza de un miliciano del Frente Moro de Liberación Islámica que la hipotética y escasa paga diaria por las siembras. Todo creció en esos años. Los jóvenes que abandonaron el campo por las armas; también los falsos positivos. La muerte como una mancha pringosa y abultada.

Cuatrocientos campesinos y activistas desaparecidos y dos mil asesinados entre 2001 y 2010, una cifra reconocida por Amnistía Internacional, que parece no avergonzar a nadie excepto a quienes las padecen, una cifra que brota en medio del plato de gomoso y blanco arroz que acompaña todas las comidas en este lugar.

Regreso al hotel con la grabación en vídeo de Danilo. Y mientras intento editarlo, escucho sus palabras y sus frases, repetidas mil veces. Me siento ridícula, pertrechada con la camarita y la Mac, interponiendo entre ese campesino y yo una lente mucho más gruesa de la que ya nos separa. Edito, sin saber qué hacer. Corto frases, las clasifico. Me mareo y opto por una cerveza en algún bar sucio de los que abundan en Quezon City.

En los cinco minutos que me toma llegar al bar, un enjambre de niños me rodea. “Ma’an, Ma’an”. No he terminado de escucharles cuando ya dos de ellos me sujetan los brazos, me piden dinero, comida, cosas... Camino como lo hacen quienes adquieren el poder de hacer invisibles a quienes les hablan. Camino como los cretinos. Alzo la mirada, la fijo en un punto muerto. Acelero el paso. Me escabullo. Desaparezco.

Salir a la calle en Manila es, a veces, un acto de fe, un intento, una duda. Constante. Y cuando escribo constante me refiero a la fe –o su ausencia-, al número de intentos por recuperarla y, por supuesto, a la duda. A la sospecha permanente que se le pega a uno en la mirada. El problema acaso no sería dudar. El asunto es aprender a dudar correctamente.

Para quien teclee Manila en el buscador de Google, lo primero que encontrará será una galería de potentes y acristalados rascacielos, todos ellos ubicados en Makati City, el distrito financiero de la ciudad. Rugid tigres asiáticos, rugid. Sin embargo, existe otra ciudad que se comporta como una cebolla, que nubla la vista y pide, de una vez, que uno deje de trocearla.

sábado, 2 de julio de 2011

Lluvia sobre Quezon City (Manila, día 2)

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Eni Lestari nació en Indonesia. Tiene menos de 30 años y vive en Hong Kong, ciudad desde la que dirige y coordina las actividades de The International Migrant's Alliance (IMA), una red que protege los derechos de trabajadores migrantes y refugiados en el Sureste asiático, Oceanía, África, Europa, Canadá, Estados Unidos y el Medio Oriente. Actualmente, la organización brinda apoyo y protección directa a más de 150 trabajadores y trabajadoras en situación de persecución, indocumentación, riesgo y desamparo legal. 150 personas dependen de ella. 150 personas.

Eni tiene la piel de un indeciso color chocolate, una rara mixtura de oliva con cacao que la distingue del resto de asiáticos que inundan esta tarde una de las terrazas de la Universidad de Manila. Las dos acabamos de fumar un cigarrillo y hablamos. Primero de la lluvia que está por desatarse. Sí, de la lluvia, claro. Primero la lluvia. El Tag-ulan. Las dos nos reímos de nuestras zapatillas inútiles contra el chubasco filipino. Al segundo cigarrillo, Eni ya se enumera como la última en una familia de cinco hermanos, todos varones. Eso, en Asia, significa, sin duda, llevar las de perder.

Eni comenzó trabajando como empleada doméstica. Así salió de Indonesia, un país del que todos se marchan con una intención: sobrevivir en el extranjero para hacer que los suyos vivan algo mejor. El largo trecho del migrante le llenó los bolsillos de mierda y confirmó la certeza sobre cómo y de qué manera alguien puede llegar a convertirse en un fantasma. “Son trabajos invisibles, trabajos que no existen. No tienen contratos. No están amparados por ninguna ley y, por lo general, en Asia, suelen estar asociados al tráfico de personas… ¿Sabes cuántos trabajadores se ven obligados a asumir el estatus de indocumentados para no devolverse y poder ganar algo más de dinero?”.

No. La verdad es que lo ignoro. Estoy muy lejos de saber hasta dónde podría llegar alguien con tal de asegurarse un oficio. Cuando habla, Eni no deja de parecer dulce y sin embargo, un alambre muy tenso hace que su discurso no decaiga. Algo, insisto, evita que su tono flaquee en la tentación de la arenga. Por eso cuando se expresa, lo hace con datos y ejemplos concretos. "La migración y los movimientos de trabajadores que envían remesas a sus familias supone en Asia una de las principales fuentes de ingreso para los gobiernos, que se hacen la vista gorda con un tema cada día más complejo. Un trabajador indocumentado y asustado siempre será más barato y más eficiente que un local, en Asia y todas partes del mundo… ".

Eni no sólo se refiere a aquellos que migran porque lo desean o porque escogen –comillas de por medio, por favor- hacerlo. No habla exclusivamente de mujeres. Habla de mujeres, niños y hombres desplazados por conflictos armados, tal y como ocurre en Bangladesh, Jordania o la misma Filipinas, que ocupa el tercer lugar en los cinco países asiáticos, después de China e India, que más trabajadores migrantes produce. Para estas personas, inventarse una vida supone dejar atrás otra. Hacerla pedazos. Por eso Eni insiste en permanecer visible. Alguien sin contrato, sin papeles ya es un fantasma. Por eso, desde IMA, Eni y las personas que trabajan con ella piden dos cosas: contratos para los trabajadores migrantes, una política de documentación transparente que evite el crecimiento de un mercado negro de seres humanos y algo tan sencillo como lograr que el trabajo doméstico sea reconocido como trabajo.

Para quienes hablan de Asia como la potencia que habrá de comerse el mundo, mejor dicho, cuando incurrimos en el tópico de Asia como potencia económica, como cuna de una nueva mina industrial, manufacturera e incluso financiera… ¿a qué demonios nos estaremos refiriendo? ¿a las empresas radicadas en Asia o a las personas que como Eni intentan reivindicar algo tan aparentemente simple como que su trabajo sea considerado trabajo?

La lluvia sigue cayendo, babosa, sobre Quezon City. Los yipnis, como llaman los filipinos a los jeeps que viajan abarrotados de personas en su interior, y en el exterior también, levantan olas de agua sucia. Eni ríe con todo el blanco de sus dientes. Me hace pensar , por un momento, en nuestras zapatillas inútiles contra el sucio y la lluvia. Me hace pensar en la edad que probablemente compartamos y en las muchas distancias que han existido entre nosotras antes de esta lluvia y las que seguirán cayendo sobre Quezon City.

viernes, 1 de julio de 2011

Manila, un otro lado del mundo (Día Uno)

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Aeropuerto Ninoy Aquino, Manila, ocho y treinta y cinco minutos de la mañana. Después de más veinticuatro horas de viaje, Filipinas existe. Y lo hace con la musculatura de las realidades imposibles. Filipinas: un país que tiene dos fechas de independencia y tres procesos de colonización a cuestas: el musulmán, entre los siglos XI y XII; el español, a partir de 1531, y el norteamericano, a finales del siglo XIX. Eso, sin contar la ocupación japonesa durante la Segunda Guerra mundial.

Filipinas, un complejo archipiélago en el cual cerca de dos tercios de la población vive por debajo de la línea de la pobreza y que hasta hace apenas 20 años enfrentaba, todavía, la fuerte y obscena tutela política norteamericana, la cual tuvo su final simbólico, en 1991, cuando la erupción del volcán del Monte Pinatubo precipitó el cierre de la base aérea norteamericana de Clark, pero no por ello la clausura definitiva de una influencia aún demasiado palpable y combustible -quedan cerca de 30, además de un régimen especial de "visitas" del ejército norteamericano extensible a un mes-.

Dispersa en conglomerado de más 7100 islas , el 94% de la población filipina vive en 11 de las islas más importantes, entre ellas Manila y Mindoro, al Sur Este Asiático. Se trata de un país de 93 millones de habitantes, que hasta la década de 1980 vivió fuertemente dominado por la dictadura de Ferdinand Marcos y que logró una Constitución Nacional en 1987, después de un traumático proceso político que costó la vida de miles de ciudadanos y activistas políticos, entre ellos la de Benigno Aquino, candidato a la presidencia asesinado en 1983.

Hasta la fecha, Filipinas atraviesa un complejo y accidentado quehacer democrático como lo demuestra la movilización insurreccional que desde más de 60 años adelanta el Partido Comunista Filipino a través de su brazo armado, el News People Army. Esta agrupación surgió a finales de los años sesenta en respuesta al régimen predominantemente terrateniente y feudalista de de Marcos. Sin embargo, y a pesar de la caída del régimen dictatorial, el movimiento continuó en sus demandas, no satisfechas, contra los gobiernos de Fidel Ramos (1992-1998), Joseph Estrada (1998-2011) y Gloria Macapagal-Arroyo(2001-2010) Su fortalecimiento alcanzó su punto más alto en los años ochenta, cuando llegó a tener 60.000 milicianos (operaba en 69 de los 80 provincias del país).

Hoy día, a pesar de su progresivo debilitamiento, en 2010, con apenas 4.000 miembros, todavía goza de la fuerza suficiente como para tener en su haber un saldo (insisto, tan sólo en la región de Mindanao, en el año 2010) de 250 ataques con 300 bajas de soldados del ejército filipino. Eso sólo en una región, en un año. El total de muertes de civiles, militares y guerrilleros desde su creación, en 1969, sobrepasa los miles de personas.

¿Un taxi, por favor?
Manila. Nueve y media de la mañana. Un conductor de unos cuarenta años pregunta de dónde somos. Respondemos, a la sazón. Mexicanos. Españoles. Venezolanos. A fin de cuentas, occidentales todos. El conductor remata, con un cierto interés ,que no debe de ser tal. ¿Cristianos, no? Yo prefiero no responderle.

En Filipinas, el 82% de la población es católica, 6% protestante y el 5% musulmán restante padece el sanbenito de estar “representado” en el extremismo religioso de la guerrilla Abu Sayvaf, que, desde hace más de 40 años, lidera un sangriento proceso de independencia en Mindanao, al Sur del archipiélago. En esta zona, el Frente Moro de Liberación Islámica pretende, por la vía armada, la creación de un estado islámico integrado por catorce provincias y nueve ciudades como una reivindicación de lo que originalmente fue el sultanado de Jolo.
Abu Sayvaf ha sido vinculada en más de una ocasión a la Yemá Islamista y Al-Queda y ha contado con ayuda de líderes como el mismo Moammar El Gaddaffi, quien en el año 2000 colaboró como mediador en el secuestro masivo que hizo Abu Sayvaf de 21 personas, en Jolo, a 960 kilómetros de Manila.

Atravesar desde el aeropuerto de Manila hasta Quezon City, menos de 20 kilómetros, toma casi una hora. En Metro-Manila, como se llama al centro de la ciudad, viven cerca de doce millones de habitantes. Una potente maraña de peatones, colectivos rotulados con salmos, ciclomotores, taxis a pedal, puestos de comida ambulante y metros de cables anudados crean un paisaje tan familiar como ajeno, una rara megalópolis tan desordenada como rural en la que la pobreza urbana se impone en imágenes no de uno o dos sino de grupos de ocho o diez indigentes afanados en desguasar electrodomésticos –los equipos electrónicos, junto con la ropa y los hidrocarburos encabezan las exportaciones del país-.

El drama filipino, sin embargo, radica en su fuerza de trabajo. Según cifras aportadas por el movimiento sindical Kilusang Mayo Uno, en 2008, 33 de los 144 casos de asesinatos a líderes sindicales en el mundo ocurrieron en Filipinas. A eso se suma, además, el hecho de que el país posee una diáspora de 4,2 millones de trabajadores en el exterior, la cual aporta más de 2.000 millones de dólares en remesas al año, es decir, mil doscientos millones más de lo que perciben por la exportación de compuestos minerales. Eso, sin contar la completa desprotección de un campesinado que espera, desde 1989, una reforma agraria en condiciones y que en 1995 se vio obligado a enfrentar una crisis de hambre debido al aumento, en 70%, del precio del arroz.

Manila. Doce y media. Hora de viaje número 26. Esta ciudad podría ser familiar, de no ser porque al otro lado del mundo las causas, siempre, son otras. Manila, doce y media. Hora de viaje número 26. Doy una calada al Camel más pesado que me he fumado en mi vida, mientras inspecciono un mapa. Frente al número 130 de Kalayaan Avenue, los coches se agolpan, y una hambrienta cría de cucaracha me muerde el brazo. Tengo calor. Miro el reclamo del hotel. The comforts of your home … in the heart of the city. Y todavía me pregunto, qué tan occidentales (accidentales) serán mis ojos en este otro lado del mundo…