martes, 24 de mayo de 2011

No se puede tapar Sol con un dedo (publicado en Prodavinci)

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A sus 19 años, José lo lleva muy claro. “La política es una distracción más”. Una como cualquier otra, como el consumo, la publicidad, el fútbol, el dinero, la moda. Su enumeración de metralleta se hace cada vez más y más intensa. “Es el sistema, el sistema, por eso estoy aquí, para cambiar el sistema”. Después de escuchar a José resulta irresistible preguntarse: Si el sistema existió siempre, ¿por qué manifestarse ahora y no antes? “Porque este es el momento del cambio. Es ahora, ¡ahora!”. Las palabras de José, uno de los 25.000 manifestantes que desde el 15 de mayo permanecen en acampada de protesta en la madrileña Plaza del Sol, apuntan a una diana inevitable. En abril de 2011, España alcanzó un índice de desempleo de 4,9 millones de personas, el doble de la media europea. Si a eso se suma el agresivo paquete de ajustes sociales puesto en marcha hace un año por el Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero, las escuetas palabras de José demuestran algo: Sol no puede taparse con un dedo.


En el kilómetro cero de Madrid ocurre de todo. Desde la periferia hasta el centro de la protesta es posible desandar los pasos apretados de una sociedad que se ha topado con una verdad demoledora: el Estado de Bienestar tiene agujeros enormes. En Sol acampan los jóvenes militantes y radicales, los antiglobalización, los anarquistas, los perro-flauta, sí. Es verdad. Pero también los jóvenes profesionales que se ven obligados a sobrevivir con trabajos precarios, los pensionados a quienes han congelado la pensión, trabajadores con más de 22 meses en paro, jóvenes ni-ni (ni estudian ni trabajan), funcionarios a quienes la administración redujo su sueldo, prejubilados en edad aún productiva a quienes han echado a la calle durante las muchísimas reducciones de personal que ejecutan las empresas desde hace más de un año. Democracia Real YA, como se ha denominado el movimiento asambleario que comenzó en Madrid y se extendió a más de 50 ciudades en toda España, recoge un malestar colectivo que tiene su mayor expresión en un hartazgo general ante los líderes políticos.

Quienes asisten a Sol no se sienten representados por los partidos tradicionales. Eso a una semana de las elecciones suponía una bomba de tiempo para el Gobierno, que optó por no desalojar la protesta, aunque eso implicara desacatar la medida emitida por la Junta Electoral. Sin embargo, desalojados o no, el desafecto hacia los líderes políticos siguió siendo el mismo. Y lo que es peor. Quienes manifiestan en Sol, los indignados, como les llaman, sienten que alguien les debe algo: la banca, los medios, los empresarios, los sindicatos. Y así lo expresan al ritmo de consignas como “Botín, cabrón, trabajas de peón” ó “Bote, bote, banquero el que no bote”.

Para Jorge, operador de audio prejubilado de Radio Televisión Española, esta es la primera vez en España que se observa una respuesta de este tipo. ¿Acaso la manifestación contra la participación del Gobierno de Aznar en la guerra de Irak, en 2004, no fue algo parecido? “En absoluto”, responde Jorge mientras intenta hacerse escuchar por encima de un megáfono que anuncia que a las seis habrá una asamblea para discutir las propuestas para un manifiesto colectivo. “En España hemos estado 40 años con el mismo hombre. Y otros cuarenta años con otros dos. Ha tenido que pasar todo este tiempo para enterarnos que tenemos que movernos”.


A medida que uno recorre la protesta desde su periferia hacia el centro, comienza a darse cuenta de que los manifestantes transfieren sus esfuerzos no ya al debate y la discusión, sino al duro ejercicio del acuerdo. Una democracia, por muy utópica que sea, tiene sus complicaciones. Los manifestantes de Democracia Real, apostados en unas carpas en el centro de la Puerta del Sol, han creado un sistema de organización dividido en distintas comisiones: una dedicada a los asuntos de Comunicación; una comisión Legal encargada de trabajar sobre las cuestiones jurídicas, entre ellas la puesta en libertad de los detenidos tras el desalojo de la manifestación del domingo así como un grupo de Extensión, en quien se delegó todo lo relativo a Transportes, Universidad, Formación, Imagen o INEM, y que tienen como principal tarea llevar "a la calle" la movilización.


Otros dos grupos se encargan del mantenimiento del campamento: el de la alimentación, que recibe la comida y bebida que las personas donan voluntariamente a los acampados, y el encargado de infraestructuras, es decir, la limpieza, cuerdas, generador de corriente y lonas o carpas; todo apuntado en una lista que indica el índice de prioridad. Esta carpa, ubicada a los pies de la estatua ecuestre de Carlos III, deja ver esa democracia naive en la que un chico anuncia por un parlante que por hoy no se necesita más agua ni ropa, mientras otro, de la comisión interna y orden, convence, a gritos, a un puñado de sujetos para que se bajen cuanto antes de los andamios de los almacenes. “No queremos dar motivos para que nos saquen de aquí”. Pero las ideas, ¿dónde y quiénes cocinan las ideas de una plaza indignada?

Fabio Gándara, abogado en paro, de 26 años, es una de las cabezas visibles del movimiento Democracia Real YA. De una semana para acá, está permanente ocupado, cuando hasta hace poco menos de ocho días ningún periodista daba nada por él ni sus compañeros –sólo tres medios fueron a la rueda de prensa para convocar a la manifestación-. Para referirse a la consistencia de un movimiento que luce tan ciudadano como informe, Gándara insiste en un mensaje que ha dicho ya, varias veces: “Somos gente normal, somos nuevos en esto de las manifestaciones. Funcionamos con financiación propia, donaciones, la gente viene a dejarnos cosas. Todo esto es algo ciudadano. Mira las asambleas. Todo lo que hemos pedido en el manifiesto ha sido producto de esas reuniones, todas espontáneas. Hemos usado el twitter, el boca a boca. Aquí el único líder es la gente”.


A ocho días de la primera concentración, y luego de celebrarse unas elecciones municipales y autonómicas en las que el Partido Popular, de tendencia conservadora, barrió a la izquierda, los manifestantes continúan en la plaza. Permanecerán allí una semana más. O eso dicen. Sostienen las mismas reivindicaciones: "la igualdad, el progreso, la solidaridad, el libre acceso a la cultura, la sostenibilidad ecológica y el desarrollo, el bienestar y la felicidad de las personas". En un mismo folio estos manifestantes piden, desde la eliminación de “los privilegios políticos”, la reforma de la Ley Electoral, pasando por la reducción del gasto militar, el control de las entidades bancarias hasta el boicot a la famosa Ley Sinde -que prohíbe las descargas digitales- y la profusión de una democracia participativa plagada de referendos. ¿Quiénes son? ¿Qué quieren? Es difícil identificar caras en una multitud en la que se mezclan chicos con acné político y apaleados ciudadanos de una clase media cada vez más acorralada en el cuadrilátero de la crisis y el desguace del Estado del Bienestar del primer mundo. El verdadero problema de la Puerta de Sol no son sus líderes, la preparación o no de quienes han empujado esta acampada del oprobio y el indignado. El verdadero drama son las interrogantes que coloca sobre la mesa. Preguntas que permanecen aún sin respuesta.


Para leer versión publicada en Prodavinci.com pinche aquí.

domingo, 22 de mayo de 2011

Blogera a tientas, twittera a ciegas

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Es el miércoles de una semana electoral. A pocas manzanas, en el kilómetro cero de la ciudad, cerca de 25.000 ciudadanos acampan en la Puerta del Sol. Ellos piden cambio; un cambio. De sistema, dicen. Y lo hacen a viva voz, tendidos en carpas. Organizan un raro Woodstock de parados, pensionistas, autónomos, viejos y jóvenes, comecandelas y derrotados, escépticos y militantes. En Cibeles, puertas adentro, en un anfiteatro del Palacio Linares, una mujer habla, por videoconferencia, a un auditorio.

Tiene la melena negra, asilvestrada en dos enormes trozos de cabellera separados entre sí por una raya blanca que afina aún más su delgado rostro. Es el miércoles de una semana electoral en España mientras, atrapada en una pantalla de 60 pulgadas, una mujer habla de su país. Y lo hace al otro lado del océano.

Su voz de acento habanero retumba en la sala a oscuras. Hoy, como en 2008, cuando le fue otorgado el Premio Ortega y Gasset por su blog Generación Y, Yoani Sánchez, filóloga y bloguera cubana, no puede estar presente físicamente. Se lo impide el gobierno castrista. Hoy, como todos los días de su vida, Yoani Sánchez se existe ante nosotros gracias al milagro del lenguaje. Se las arregla ella sola con las palabras. Palabras simples, esenciales; rotundas como un mantel blanco para una mesa sin platos:



“Los cubanos que hemos descubierto que es twitter, esta maravillosa herramienta para describir la realidad en 140 caracteres, no nos podemos permitir la frivolidad de enviar un mensaje al estilo qué bueno está el café o qué nubes más lindas están tapando el sol. Nuestra comunicación con el mundo es siempre de urgencia, especie de SOS no sólo para narrar nuestra vida sino construirnos un escudo protector que permite que hoy Yoani Sánchez esté aquí con ustedes por primera vez en cuatro años, desde que tengo mi blog generación Y. Ha sido un camino muy difícil pero me parecía que darme la posibilidad de interactuar con ustedes era una manera de darme energía para continuar trabajando (…) Esos mensajes que han salido repudiando las violaciones a los derechos humanos y los oprobiosos mítines del Gobierno cubano que se repiten a lo largo de la geografía nacional contra los que piensan diferente, esos caracteres nos han salvado (…) Todos ustedes los que están ahí, al otro lado de la pantalla escuchándome en este momento, son mi protección fundamental, no solamente mi escudo sino el de otras personas (…) "

Después de terminar su carrera como filóloga en La Habana, Yoani Sánchez había comprendido dos cosas que, contadas por ella, resuenan como un bofetón. “La primera, que el mundo de la intelectualidad y la alta cultura me repugnaba y la más dolorosa, que ya no quería ser filóloga”. Después de dos años en Suiza, Yoani Sánchez volvió a La Isla. Comenzó a trabajar como informática. En 2004 fundó la revista de reflexión y debate Consenso. Tres años después escribió la primera viñeta de Generación Y, un Blog, que como ella misma explica, está inspirado en gente como ella, "con nombres que comienzan o contienen una i griega", un blog de cubanos nacidos en la Cuba de los años 70s y los 80s, “marcados por las escuelas al campo, los muñequitos rusos, las salidas ilegales y la frustración”.

Para conectarse a Internet, actualizar su blog y emitir los datos que recoge en su constante quehacer ciudadano, Yoani Sanchez hace milagros. Y los hace semanalmente. Actualiza las entradas de su blog gracias a las diligencias de un tercero que pueda subirlo a Internet -la red de la que dispone Yoani en Cuba está controlada por el gobierno- y envía mensajes por twitter conectándose a través de un número de móvil. Escasamente puede responder a quienes le comentan. Es, como dice ella, “una bloguera a tientas y una twittera a ciegas”.

El evento en el que esta mujer habla está dedicado al uso de las redes sociales y los derechos humanos. Participantes presentes física y virtualmente pueden preguntar lo que deseen. Y en el twitter un espeso y raro oleaje de difamaciones se tejen contra Yoani Sánchez, sospechosa ante el gobierno cubano, sospechosa ante quienes la creen un objeto del régimen para aparentar alguna escamoteada libertad, sospechosa siempre. Siempre.

Ante la pregunta sobre los moratones que semejantes golpes hacen en su ánimo cimarrón, la cubana responde: “En la medida en que cuento lo que digo me protejo. Y sí, mucha gente puede pensar de mí lo que gusten y decirlo, pero muchos de esos comentarios provienen de las Brigada de respuesta Cibernética del Gobierno. Quizás algunos comentarios en mi contra sean espontáneos, seguramente, pero otros son de policías que insultan”.

En unos minutos va a apagarse la luz. Se dará por cerrada esta conversación. La pantalla de 60 pulgadas en la que esa mujer de cabello oscuro esparce, por momentos, su calma brava y valiente, va a apagarse. Yo me iré a casa. Ella seguirá lanzando botellas al mar. Ese montón de agua salada y amarga que rodea las islas y los corazones.

domingo, 15 de mayo de 2011

Un Cadillac negro atraviesa Michoacán

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Antonio Cisniegas, un general de la Revolución Mexicana; Longinos Brummel, un adinerado y poderoso abogado tapatío, y los hermanos Justicia, dos guerrilleros de la Liga 23 de Septiembre, viajan a bordo de un Cadillac negro, a más de 120 kilómetros, desde Morelia a Michoacán.


Los une un secuestro. Una rara situación de rehenes en la que los captores serán rescatados por su prisionero: Longinos Brummel, un abogado que hizo fortuna vendiendo tequila del malo como si fuera bueno, un anciano que 60 años atrás tuvo que firmar, a punta de pistola, la venta de la finca familiar al general Cisniegas, que ahora viaja a su lado en animado compadrazgo. Tres Méxicos convertidos en una tripulación imposible, pero verídica. Tres países enlazados entre sí por Longinos Brummel, el personaje principal de Decencia (Anagrama, 2011), la última novela del escritor mexicano Álvaro Enrigue.


Le tomó ocho años escribirla. Casi una década entera para contar una historia que dura 24 horas y 60 años: las veinticuatro del secuestro y los sesenta en la vida de un personaje que hace travesaño entre una sociedad agraria, de hombres a caballo que encienden sus puros con la lumbre de otro clavado en el cañón de un revólver, y ese otro país resultante en el que surgió una clase política urbana donde sólo era capaz de sobrevivir aquel que supiera negociar su pellejo mejor que los otros. A mitad de camino entre un retrato de familia y un estropeado mural, Decencia abarca un viaje total que avanza en dos planos, el tiempo vital de Longinos y un presente específico, 1973, una fecha vértice: la década en que el gobierno mexicano extermina las guerrillas, la misma en la que aparece el narcotráfico.

El trapicheo de licor e influencias con el que Longinos, y los de su clase, amasaron riqueza, deja de ser rentable frente al tráfico de marihuana; que se convertirá en un nuevo negocio nacional. Los mismos caudillos administran las mismas rutas, esta vez con nuevas mercancías y peones de convicciones más blandas. Individuos que, como los hermanos Justicia, son capaces, en una noche, de abandonar la militancia en el marxismo antiimperialista para convertirse en empresarios de la droga. “El mundo está cambiando, hay que ponernos al día”. Así apostilla Don Longinos una novela que comienza con la épica de la Revolución y termina, 60 años después, con la fundación del Cartel de Guadalajara.


En Decencia lo sustantivo no está en describir una nueva casta de matones, policías y capos. Con acotarla como broche basta. Porque esta novela privilegia el tránsito a la llegada, de ahí el afán por construir el camino de vuelta que recorre una sociedad para responder a la tácita e hipotética pregunta cómo llegamos hasta aquí. Con una prosa irónica y fustigante, Enrigue se propone en Decencia escribir una novela decimonónica actualizada en un Road Trip en el que cada personaje es un tiempo extinto. El resultado es contundente, redondo y doloroso, como un balazo bien dado.



“Eran otros tiempos. Y otros hombres (…) ¿Y ese Antonio Cisniegas que viene por nosotros? Es distinto, es un viejo criminal pero a él todavía lo escuchan en México porque le salieron hijos ministros, respondió Longinos; ni él ni ninguno de mis socios secuestra en la oscuridad; en nuestros tiempos no desaparecían el cadáver de los enemigos, lo presumían. El viejo se terminó de un trago largo su whisky para acentuar el efecto de la frase siguiente. Eran matones, no asesinos”. Así responde Longinos a unos captores que saben de revolución sólo lo que han leído en manuales.

En Decencia, resurgen y se amplían aspectos que ya había asomado Álvaro Enrigue con Jerónimo Rodríguez Loera, el mostrenco niño de Vidas perpendiculares (Anagrama, 2005), e incluso con el Sebastián Vaca y el Andrés Brummell de La muerte de un instalador (Mondadori, 1996): la idea del personaje literario como “suma final de un clan, el superviviente de una estirpe” (Christopher Domínguez Michael dixit). La salida de Longinos Brummell del Limoncito, el rancho familiar de Autlán, es la misma que sufrió el abuelo de Álvaro Enrigue. Y así lo cuenta el autor, tal y como sucedió: un chico de 12 años que pasa de señorito terrateniente a improvisado hombre de tequila, tabaco y pistola la noche en que un grupo de polvorientos revolucionarios les arrebatan las tierras a cambio de una mesa llena con pilas de cinco pesos de oro y el derecho a permanecer vivos. Destronados, pero vivos.

A Álvaro Enrigue no le interesa el tiempo inofensivo de los relatos lineales. No le interesó antes, mucho menos ahora. Sin embargo, en Decencia aparca la tensión cuento-novela que inició en Hipotermia (Anagrama, 2005), un conjunto de relatos que podrían leerse, perfectamente, como una novela quebrada. Sin defraudar al lector de Vidas perpendiculares (una novela que técnicamente parece posterior a ésta), Enrigue deja de lado la abundancia de planos simultáneos para crear un tiempo –histórico y literario- maleable, acaso más gentil. Y lo hace a favor de una estructura que le permita relatar las vidas mínimas, íntimas, de una sociedad que va descomponiéndose –¿o estaba ya descompuesta?- en sus propios mecanismos de supervivencia.

Para abrirse paso en el México que sobrevino a la revolución, Longinos se ve obligado a apartar escrúpulos, a engañar a sus compadres, a pasar por encima de cabezas peor colocadas que la suya y a dejar a la mujer que ama, La Flaca Osorio, para permanecer al lado de Isabel, una ricachona tapatía que le dio un matrimonio, cuatro hijos y la alcurnia necesaria para sobrevivir a la intemperie política y social. Todo ocurre en medio de un agreste y raro paisaje político donde la Revolución Mexicana brota como reajuste; una especie de progreso de la demolición donde la providencia anda a caballo. En ese tránsito, personajes como el general Jaramillo o el mismísimo Antonio Cisniegas le sirven a Álvaro Enrigue para hablar del revolucionario que lleva la pistola en el cinto y la corrupción en las entrañas.


Entre plano y plano del viaje que emprenden Longinos y los hermanos Justicia por las carreteras perdidas de México, la novela se detiene en largas fotografías de la sociedad que resultó de la Revolución: “(…) Pudimos haber sido terratenientes liberales favorecidos por el dictador, pero estábamos listos para convertirnos en industriales favorecidos por el nacionalismo revolucionario”. En el relato de su propia vida, Longinos pasará de ser el niño que le perdió el asco a la muerte luego de tener que quemar cadáveres podridos a ser el adolescente que se admira ante los tranvías, el tendido eléctrico y el cinematógrafo de Guadalajara. Así mira Longinos Brummel el México que ha vivido, perdido en el recuerdo del bar Los Heloínes, del brazo de la Flaca Osorio, mientras Agustín Lara firma el piano del local con un picahielos.

En Decencia, los hombres ásperos y polvorientos de la revolución terminarán por convertirse en mitos, padres de una sociedad que descubre la radio, el cine… La vida alegre y urbana en la que cada quien disfruta su desagravio y prepara el de otros. El México que cuenta Álvaro Enrigue en Decencia es uno y sus pedazos; ése en el que convivieron revolucionarios y ladrones; asesinos y matones; el mismo que obliga a compartir asiento en un Cadillac negro al inocentón marxismo de los hermanos Justicia, al oscuro poder de hombres como Cisniegas o el desamor que ocasionan las mujeres y las patrias en el corazón de un hombre viejo. Es ése el país que, viaja a toda velocidad, con prisa y urgencia, rumbo a su propia silueta, donde quiera que se encuentre -antes o después, en el pasado o el futuro-. Eso es, acaso, Decencia: la amarga lectura de un tiempo que engulle a quienes intentan mirarlo, un raro ovillo de odios y despojos que volverán, una y otra vez, pesar de las edades y los años.

jueves, 5 de mayo de 2011

Espeto o el naufragio adecuado

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Tengo los labios salados; la piel tensa, algo hecha, bajo el sol del mediodía. Un olor caliente, a madera quemada, sopla fuerte desde las barcas de los espeteros. Una cabeza de sardina me mira, me suplica, que no sorba sus ojos hasta el final. El trago de vino dulce rompe un trozo de sal gruesa dormida en mi lengua. El ruedo de mis pantalones aún está mojado. No llevo zapatos, tampoco teléfono. Y en esta playa sin nubes, este es el naufragio adecuado.

Soy un viajero vulgar. Lo compruebo hoy con el sabor amargo de las tripas de una sardina que como con las manos y que no se toma siquiera el trabajo de juzgarme. La sardina sacada de una estaca a la brasa. Un souvenir sobre un plato blanco bajo el sol. El pez derrotado por las olas y el fuego que un hombre atiza desde hace 67 años.

No sé su nombre. No lo pregunté. Recuerden, soy un viajero vulgar. El hombre vestía una camisa de puños almidonada, lisa, perfecta -casi una bandera-, a juego con un pantalón azul marino, cinturón oscuro, mocasines y una gorra beige. Su piel era color almendra bajo una película roja de años de sol. Su cabello blanco. Casi plata. Tenía 81 años y un grueso anillo de oro en el meñique de unas manos gruesas, llenas de sal gorda y el agua empozada de una bandeja repleta de sardinas.

Su puesto es el primero de los diez o quince –no sé- que llenan el paseo marítimo del Rincón de la Victoria, en Málaga. Una barca enana llena de arena humea con pescados clavados en cañas. Curioseo su chiringuito. Hago preguntas obvias. El olor a sal y madera quemada se unen en una potente y calurosa bruma, o una infancia. No sé.

En un día de verano pueden llegar a asarse entre cien y ciento veinte kilos de sardinas, dice este hombre de trancado acento. No le he visto llevarse las manos al rostro ni beber agua. Tampoco ensuciar su camisa. A su alrededor, los platos blancos entran y salen. Platos blancos para viajeros vulgares.

El arte de espetar, que este hombre conoce muy bien –se dedica a esto desde los catorce años- es ingrato. O eso dice él. Ya nadie se dedica a esto. Suelta mientras atraviesa el vientre blanco de una sardina con una caña. Normalmente, dice el espetero, en verano la temperatura alcanza 40 grados. Cerca de los carbones puede subir unos diez grados más –acércate, acércate y comprueba, dice- …

El año pasado, el premio al mejor espetero lo dieron a un chico marroquí. Eso me dice la baquiana que me ha traído hasta aquí para apoyar los argumentos del hombre de piel roja y manos destripadoras. Es un oficio muy ingrato… repite, sin derramar una víscera sobre la tela de su camisa de rayas marineras.

Si la piel de este hombre no miente –los surcos de su rostro son profundos como la vida de alguien de 81 años-, comenzó a espetar en 1944. Un año antes de que los aliados derrotaran a Hitler. Tres antes de que firmara la declaración de los Derechos Humanos. Y casi seis desde que Franco ganara la guerra. Cardúmenes enteros. Generaciones de españoles, entonces supongo no tan pudientes, y de viajeros menos vulgares que yo. Cuántos naufragios en la humareda. Cuántas vísceras sin derramar, sobre los mismos platos blancos.

Me alejo del chiringuito, avergonzada. Miro mis manos inútiles. Demasiado cuidadas e inexpertas; analfabetas de cualquier oficio. El ruedo de mis pantalones continúa húmedo. A mis espaldas, una nube de madera quemada me sala las escamas. Me dirijo, despacio, en dirección a mi plato blanco. Al centro de mi diana. No llevo zapatos, tampoco teléfono. Y en esta playa sin nubes, este es el naufragio adecuado.