sábado, 31 de diciembre de 2011

Las uvas de la ira



El Liddle es un inframundo. En él coinciden personas con cualquier tipo de síndrome de abstinencia –alcohólicos, junkies, escarbadores, mangantes-, con mendigos, personas de clase media muy venida a menos que cuentan las monedas para pagar dos paquetes de chóped pork y gente de paso que compra ahí porque le pilla de camino. Se trata de un auto mercado de muy bajo coste, donde nada está fuera de los pallet boxes y abundan sospechosas marcas blancas cuyo precio no sobrepasa los 0.90 céntimos.

El Liddle al que me refiero preside la esquina norte de la Plaza Tirso de Molina, especie de Cabo Trafalgar de mi barrio y zona limítrofe entre Lavapiés, La Latina y Atocha. Este en particular despunta por la larguísima fila de indigentes que acampan afuera. Una vez que logran recaudar 0.30 céntimos, compran una lata de cerveza y salen a beberla. Una vez terminada, vuelven a empezar el ciclo.

Hoy, último día del año, he entrado al Liddle pensando que, quizás, en alguna de sus estanterías conseguiría una botella de Freixenet con la cual ablandar la Nochevieja. En su lugar, encontré una botella de cava de 1.65 euros. Me quedé un rato frente al estante, mirando los contenedores a medio llenar y las cajas de cartón áspero y vacío. Una rara sensación de naufragio y pánico, junto con un espeso olor a cebolla, comino y sudor, me atenazó la nariz y me pregunté qué demonios hacía ahí dentro.

Salí, inmediatamente, sin Freixenet ni nada, y me quedé de pie, bajo el sol de las cuatro de la tarde del último día del año, subí por la calle Magdalena recordando el olor a pernil horneado en zumo de naranja de mi madre y la ensalada de gallina con la que mi hermana y yo podíamos demorar de una a dos horas picando patatas y zanahorias en cuadritos. Un dulce rencor de adulto me hizo entender que hay asuntos irreversibles: el tiempo, la distancia, las ñoñerías.

Llegué a casa y la lavadora había parado su canto insoportable de embolia doméstica. Seguía pensando en el horno remoto de los años anteriores, en la dulce congestión de la cocina vieja y las ollas abolladas, en los errores mil veces repasados, en los vestidos sucios y las historias decapitadas.

Saqué las toallas húmedas. Comprobé que no estaban tan limpias como quisiera. Recordé una de mis últimas Nocheviejas en Caracas, también en las Nocheviejas de los últimos tres años, y en las de mi infancia, y mi adolescencia, y en las que podría llegar a celebrar si llego a vieja. Me dio por pensar tonterías, las mismas de todos los días, las mismas de todos los años.

Voy a envejecer así. Entrando y saliendo de los lugares sin darme cuenta jamás de qué demonios hacía en ellos mientras los habitaba.

martes, 27 de diciembre de 2011

Mi primera navidad con los populares. Postal uno: 'lo difícil es que no te toque'


El pasado 22 de diciembre hice lo que todos los años, sentarme en el taburete del bar de mi barrio –he cambiado ya tres veces de domicilio y siempre consigo hacer hogar en el bar de mi nuevo vecindario - para disfrutar de la breve y dulce ceremonia que marcó, en mi transplante, una otra navidad.

Ese jueves vi caer las bolitas de la lotería en las enormes jaulas donde dan vueltas. Pedí un café con leche corto, en vaso grande, y me abandoné a la dulce idea de llegar un poco más tarde a la redacción. Me di el lujo de no mirar el reloj en un rato y de fantasear con la idea, por qué no, de que algunos de esos muchos ochos, podría ser ¡mi ocho! Este año, a diferencia de muchos otros, el Gordo traía el premio más alto de la historia, aunque también el más improbable de acertar.

Cuando llegué a España no entendía esa rara ludopatía decembrina comandada por crupieres menores de edad vestidos con trajes de orfanato. No entendía el eco chillón de los números que recitaban. Ya gobernaban los socialistas y recuerdo que, entonces, el terrorismo era uno de los temas que más preocupaban a los ciudadanos. El año en que llegué a España fue la navidad de la explosión en el párking de la T4.

Este jueves, en el bar, han escogido Antena 3 para ver el sorteo de Navidad. Trozos de la tertulia de Espejo público se alternan con los niños de San Ildefonso. La rima numérica se confunde con el debate acerca del tren de ministros que Mariano Rajoy, el nuevo presidente de Gobierno, recién dio a conocer la noche anterior.

Hace seis años, un décimo de Lotería costaba lo que hoy, 20 euros, pero con diez euros era posible comprar un billete de metro de diez viajes (su valor era, 6,10), una cajetilla de tabaco (2,40) y un café (antaño, entre 0,80 y 1 euro). Hoy, apenas y es posible comprar la primera de las anteriores tres cosas, es decir, el bono bus, que ha pasado a costar 9,60. El tabaco ahora cuesta, dependiendo de la marca entre 4,10 y 4,40, y el café entre 1,25 y 1,80.

Hace seis años, un libro podía costar entre 16 y 18 euros, ahora están entre 22 y 25. La tasa de desempleo en aquel entonces, 2006, era de 8,3%, la más baja desde 1979, es decir, 1.810.00 parados. Hoy, la cifra llega a 4.420.462, según los datos publicados por el Ministerio de Trabajo en noviembre de este año.

Desde el comienzo de la crisis económica, en 2008, han cerrado 300.000 empresas, la mayoría de ellas pymes. Hasta la fecha, más de 60 medios de comunicación han desaparecido, entre ellos el canal CNN+, y se calcula que, entre cierres y ERE, el número de periodistas en paro supera los 10.000.

Miro a mi alrededor en el bar. La gente que como yo espera que su número salga premiado tiene peor ver que otras veces. Una mujer mayor, con el cabello sucio, sin teñir y un abrigo de peluche. A su lado, un hombre de peluquín y coñac madrugador. Dos ruidosos albañiles, los únicos que no parecen ociosos dentro del conjunto de clientes. Una joven esteticista con exageradas uñas que ha comprado una participación a su tía en Murcia y yo.

Justo antes de cantar El Gordo, que este año caerá más temprano que otras veces, recibo el mensaje de un amigo. Esta mañana en su empresa han comenzado a repartir cartas de despido, un anticipo de reyes. Veinte personas que entre un universo total de 200 podrían perder su trabajo y en uno mayor, repartidas a una entre 75.000, podrían ganar la Lotería. O lo que es peor, 20 personas que podrían perder ambas cosas. O contentarse con no entrar en ninguna de las dos posibilidades. Lo difícil, en ese caso, es que no te toque ninguna de las dos, ni la lotería ni el paro.

Miro el café y luego la portada del diario El País, que anuncia la pronta llegada de Ana Botella a la Alcaldía de Madrid tras el inminente nombramiento de Gallardón como ministro del nuevo Gobierno de Mariano Rajoy. Un chico con trenzas en el pelo me dice que si eso ocurre se mudará de ciudad. Sonrío. Pido la cuenta y salgo a la Plaza Tirso de Molina, que esta mañana luce nublada y está más fría que otras mañanas.

Al llegar a la redacción me enteraré de que el Gordo lo han cantado mientras viajaba en el metro. En el tiempo que duró mi viaje en el subterráneo, tres músicos distintos interrumpieron tres veces el trayecto para tocar con tres instrumentos distintos –un piano eléctrico, una guitarra y un acordeón- un repertorio en el que coincidía una misma canción –I will survive- ante las cuales los mismos viajeros hicieron lo mismo: no dar ni una moneda.

Reviso las previsiones de la Agencia EFE para el día. Abunda la lotería, anticipos para el Consejo de ministros de mañana y un anticilón que traerá una ola de frío en la península. Lo difícil, ¡ay!, es que no te toque.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Castilla y León para forasteros tropicales. Lección 2. Los peces de Aureliano en los mares de Castilla

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Escena uno.

Sentados en una mesa cuadrada de frío mármol, Juan, mi amigo de paciencia infinita, y yo, hablamos de Castilla y León. Me explica él que hasta hace unos años, los únicos pescados que se consumían en Castilla eran el bacalao –porque se conservaban en sal- y la trucha –porque se pescaban en los ríos-. Me dijo bastantes cosas más, pero me quedo con ésa y algunas escamas y vuelvo a casa.

Escena dos.

Según Críspulo, el capataz de la hacienda de mi padre, durante los meses de sequía, los peces del Morichal vuelan. Sí. Los peces, mínimos, se elevan desde el lodo. Leves, levísimos, como pequeñas navajas color plata bajo el sol del mediodía. El llano venezolano, plano y enloquecedor, como el campo castellano, domina el idioma de la línea recta, la que divide a los seres entre los que habitan el suelo y los que lo sobrevuelan. Según Críspulo, el capataz de la hacienda de mi padre, un hombre de gestos indios y una uña de tigre en el pulgar de su mano derecha, en sequía, los peces del morichal, vuelan.

Escena tres.

“El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres distintas, que fueron exterminados unos tras otros en una sola noche, antes de que el mayor cumpliera treinta y cinco años. Escapó a catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una carga de estricnina en el café que habría bastado para matar un caballo. Rechazó la Orden del Mérito que le otorgó el presidente de la república. Llegó a ser comandante general de las fuerzas revolucionarias, con jurisdicción y mando de una frontera a otra, y el hombre más temido por todo el gobierno, pero nunca permitió que le tomaran una fotografía. Declinó la pensión vitalicia que le ofrecieron después de la guerra y vivió hasta la vejez de los pescaditos de oro que fabricaba en su taller de Macondo”.

Gabriel García Márquez. Cien años de soledad. Pág. 152

Escena 4.

A 55 kilómetros al oeste de Valladolid, entre los Montes Torozos y la llanura de Tierra de Campos, está Urueña, una villa medieval rodeada por una muralla del siglo XII. En el interior de la antigua ciudad, once librerías tejen un recorrido entre calles empedradas. Hay mucha niebla. No veo prácticamente nada. Las casas dejan al descubierto sus parches de adobe y las ventanas de persianas cerradas no dejan ver si alguien las habita o no.

Buscando la librería El Alcuino, me topo con un anticuario. Tiene un zaguán estrecho y una puerta de madera. En el interior, una chimenea encendida me obliga a quedarme más de lo esperado. El calor me invita a mirar con detenimiento objetos en los que normalmente no repararía. Me asomo a una vitrina. Me inclino y distingo con asombro ese animal.

Ahí está. Lejos de su cardumen, un pescadito del coronel Aureliano. Ahí está, perdido, quién sabe cómo, en estos mares de Castilla, tan raros y secos ellos, planos y enloquecidos, llenos de bruma, sal y metal. Esa paz que escogen los seres que habitan el suelo para, a veces, sobrevolarlo con la mirada.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Castilla y León para forasteros tropicales. Lección uno: hombres que habitan un paisaje (y a los que no entiendo)

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Tres hombres beben vino agrio, en una taberna de humores, también agrios. Dos riberas, por favor. Un hombre de chaqueta de punto y piel percudida sirve dos copas. La botella tiene una etiqueta de las bodegas Protos. Pero el ácido tinto no se parece, ni por asomo, a un Protos. La ha rellenado con vino a granel, supongo.

Un pesado y espeso vapor a huevo cocido y aceitunas en vinagre carga el aire. En la barra, un ejemplar del Norte de Castilla está abierto en la sección local, en la página impar donde una noticia narra la historia de la filicida de Parquesol. En el mostrador, unos boquerones de raro aspecto se ahogan en un vinagre espeso, amarillo. Levanto la mirada. Una cortina maromera de las que se usan en las puertas de las casas separa la estancia de los servicios.

Afuera, hace frío. La mayoría de las casas, algunas de piedra o ladrillo, otras de adobe, tienen las ventanas cubiertas con persianas pesadas como párpados. Dos niños juegan con una pelota en medio de la estrecha callejuela. A estas horas de la tarde, las siete, sólo hay dos bares abiertos en los alrededores de la Plaza del Cosso.

En uno, unos chicos juegan en un estropeado futbolín. Llevan chándales y playeras. Su cabello luce tieso. Pinchos moldeados con fijador y paciencia. Algunos lucen pendientes de circones en cada oreja. Del otro lado de la calle está este otro establecimiento, el solitario bar al que he decidido entrar y en el que he pedido un vino que no bebo. Es el bar Vidal y en su interior, sólo tres hombres beben mientras yo miro, con cierta reserva ese vino raro.

A los cinco minutos de estar dentro, un cuarto bebedor se une al grupo. Lleva gorra, chaleco y bastón. Tendrá, supongo, unos ochenta años. El encargado del bar, a quien de lejos puedo verle la mugre concentrada en el surco de sus arrugas, sirve otra copa, también agria, de vino. De los cuatro bebedores, uno lleva anillos de oro en el meñique de cada mano. Viste además una cadena, también de oro. El otro, vestido con un jersey azul marino, pide una cerveza. Una mujer mayor entra a comprar lotería de Navidad. Se hace con un décimo y se marcha.

Reparto la mirada entre unos platos de cerámica con inscripciones. “Recuerdo de Peñafiel”, dice uno. “Recuerdo de Ávila”, el otro. En la barra, los bebedores charlan. No sé de qué hablan. Creo que de un burro que ha echado a correr.

-“¿Un burro?”

- “Que sí, que sí, que un burro”.

-“Un burro”, dice ahora con entonación afirmativa el cantinero que antes preguntaba.

-“Que sí, un burro”, responde el de los anillos.

-“Que sí. Que el burro se fue pa’ allá, y corrió”.

El cuarto bebedor permanece ajeno pero atento. He escuchado la palabra burro cinco veces y aún no entiendo qué es lo que ha ocurrido con el équido que tantos problemas parece haber dado a quien narra la historia.

Intento llevarme la copa a los labios, pero el olor me recuerda porqué no he tocado mi copa. Junto a una máquina de café que no parece hacer sacado café en años, una alacena exhibe latas de conservas, algunas jarras de vidrio con enormes y rancios pepinos que flotan en algo parecido, también al vinagre. En la televisión, dan la sexta, una película de navidad, creo.

Pido la cuenta, mi copa sigue intacta. La conversación también. Una delgada capa de grasa añeja y algo de polvo recubre las botellas de whisky, orujo, pacharán, licor de almendras… Dos euros cuarenta por dos vinos.

Salgo a la calle fría. Los chicos de los chándales ahora caminan hacia una plaza. Los niños que jugaban al fútbol siguen jugando al fútbol. El aire fresco despeja el agrio humor del bar Vidal al que he entrado y del que he salido sin entender nada. El frío condensa un raro rocío en los automóviles aparcados. En una hora echan el fútbol. Camino hacia el coche, con la certeza de que me pierdo de algo. Una pieza que conecte a unos hombres con otros. Un hilo que haga sentido, que borde los gestos duros de sus habitantes. Un hilo, a lo Teseo, que me lleve de vuelta a la línea con la que cielo gana terreno a la oscura tierra labrada.

lunes, 5 de diciembre de 2011

A propósito de Macbeth, de toda A sale una C

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Fui al teatro con expectativas altas, altísimas. Al salir de la función, mientras esperaba para entrar en algunas de las tres cabinas de los aseos del teatro, una mujer preguntó a otra mayor qué le había parecido la obra. “Mejorable”, respondió la interpelada.

¿Mejorable? Yo diría que el montaje fue, sin duda, una verdadera tragedia. Pensaba, primero, que Helena Pimenta era mejor directora, bastante mejor. Pensaba que utilizaría un coro de verdad. No el playback de un coro engordado. Pensaba, también, que por muy desabrido que fuese el repertorio de actores, estos al menos se procurarían algo de alimento antes de la función. Pero esos, ¡esos, no habían probado bocado! Apenas y tenían algo de fuerza para recitar los parlamentos –no sé si para interpretarlos-.Un desganado Macbeth. Un Macduff sin voz. Espectros lavados y monocordes.

No me importaba la espectacularidad del montaje –Helena Pimenta prometió 3D, sin embargo-. Y aun así lo que estaba presenciando me pareció una chapuza, en toda regla. La puesta en escena tecnológica robaba dimendiones al escenario, inutilizándolo, dividiéndolo en una falsa segunda dimensión que en lugar se resolver el espacio, impedía ver la acción en primer plano.

Terminó la obra y apenas me di cuenta. Ni aplaudí, ni me apeteció. Salí de la sala con la impresión de haber acudido a una lectura dramatizada lo suficientemente marginal como para permitirme disfrutar de un texto que desconocía por completo. Soy Silvestre, lo admito. De Shakespeare sólo he leído –hace años ya- Romeo y Julieta, Hamlet y Otelo. No más. (Eran los textos en el inglés isabelino, sin pies de página ni notas explicativas. Entendí, claro está, bastante poco).

Ha de ser por eso que salí de los teatros Canal con ganas de hacerme con un ejemplar del Macbeth escrito por Shakespeare. No sé si tantas y tan seguidas metáforas funcionan en un texto teatral, pero para alguien que, como yo, disfruta de los rodeos, ésta parece ser una lectura recomendable. Quizás, esta vez sí, lo entienda.

Llevo días sin puntería.

Pero si de una A sale una C, pues bienvenida sea. Una C silvestre, divulgativa.

Una C.

viernes, 25 de noviembre de 2011

Postales del insomnio

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No duermo. Al menos desde hace un par de semanas. El edredón pesado, caluroso, apretándome el pecho. El día siguiente como una alucinación por tachar y la firme convicción de que, en lugar de estar ahí, tumbada y con los ojos abiertos, debería de estar escribiendo algo. No me levanto inmediatamente. De hecho, no me levanto. Ya en la vigilia legal, mientras me ausento de reuniones y terminales de autobús, colecciono las escuálidas estampas que ahora envío hacia ninguna parte.

Postal número uno. Lo que se ofenden

El escritor se subió al escenario de visible mal humor. No se sentía merecedor de tan poco tiempo ni de tan poca audiencia. Él estaba por encima de aquellas circunstancias, muy por encima. Vestía vaqueros algo ajustados, de bota pitillo con mocasines castellanos, y una camisa de puños color pastel. Lucía impecable en su conjunto. Algo casposo pero impecable.

El escritor había acudido al evento, dice, para leer los finales de sus novelas, lo cual ya de por sí suponía un problema. Debía de asumir que todos sus oyentes éramos sus lectores –puede que una parte lo fuera- o que, en el caso remoto de que no fuese así, su narrativa sería tan irresistible que, para leerlas, pasaríamos por alto habernos enterado del final. El caso es que los leyó. Los cinco finales.

Estaba a punto de levantarme e irme cuando el escritor, incómodo e irritado por el bullicio de la gente, los expositores y los curiosos que picoteaban su lectura para luego abandonarla, interrumpió el recital durante unos segundos para mirar inquisitoria y reprobadoramente a una señora que reía. Al instante, ella se llevó las manos a la boca. Era su mujer.

Decidí quedarme. Para ver hasta dónde podía llegar el escritor –o nuestra vocación de gilipollas-. No fue mucho más lejos la verdad. El autor terminó su lectura. Nos miró a todos con desprecio y bajó del escenario.

Postal número dos. Los que se acicalan el bigote
Su bigote siempre me ha parecido inverosímil. Demasiado acicalado como para no estar previsto. Y no es que la gente que se arregle me parezca sospechosa de vanidad –eso sería absurdo- pero hay singularidades que, de tan hechas, chirrían. En su caso, mucho más. El escritor, en este caso el hombre de bigote sospechoso, acababa de ganar un importante premio de novela. Más que feliz, parecía satisfecho. Demasiado satisfecho, casi encantado de escucharse. Los asistentes no hablaban directamente de él, es decir, él no era el tema de la mesa pero como si lo fuera. Compartía mesa le escritor con dos editores y otro autor. Hablaban de periodismo, Ipads y novela contemporánea. Pésima combinación. Escuchándole mofarse con cierta superioridad de los libros ilustrados, me pregunté qué hacía ahí. Entonces recordé. Había ido a escuchar a un amigo, algo que no podía perder de vista si quería permanecer en aquella sala durante al menos quince minutos más. Y así fue. A mi pesar, así fue.

Postal número tres. Los que escriben

Le habían dado, ese mismo día por la mañana, un premio que a su padre jamás le otorgaron. Lo había recibido además por una novela dedicada justamente a él, a su padre. Cuando nos conocimos, hace ya seis o siete años atrás, en Mérida, lo mencionó. A su padre, quiero decir. Serían las dos o tres de la mañana y estábamos rodeados de gente con la lengua de trapo, pesada por el güisqui y el ego. Me extrañó, acaso, que alguien de su edad mencionara a su familia, justamente porque –o eso creía a mis veintitrés- citar a tu padre, tu madre o hermanos, el sólo hecho de aludirlos aludirlos en lugar de citar a “Derridá” era un signo de excesiva juventud o de falta de temas para sacar en una conversación. En ese entonces las ideas me parecían –y las usaba como- confeti. (Todavía me equivoco, pero en aquel entonces lo hacía de manera asilvestrada, espontánea y demasiado insistente).

Cuando se refirió a el escritor a su padre pintor. Lo hizo de una manera especial. Sin énfasis pero con respeto. Con una distancia inversamente proporcional a la seriedad de su voz. Lo hizo de una forma que me generó empatía, como si algo muy importante y pesado estuviese detrás de su parentesco. Y así fue.

No había leído un solo libro suyo. A los pocos días de nuestro encuentro, me hice con las dos novelas suyas que hasta entonces había publicado. Las adoré, página por página. Años después, me lo conseguí, ya en Madrid, durante la entrega de un premio literario. Él formaba parte del jurado. Lo vi demacrado, inapetente o indigestado, de aquellos corrillos absurdos. Le pregunté cómo estaba. “Mal”, me respondió. Su padre había muerto unos meses atrás, después de una larguísima enfermedad durante la que él había hecho las veces de leal e incansable compañero.

No volví a saber más nada de él hasta el año pasado, cuando me tocó entrevistarle por su, aquel entonces, libro más reciente. En la tercera o cuarta línea de la primera página, todo se me echó encima, como una combustión. Y en efecto lo era. Un fogonazo de comprensión. Su padre pintor, tras una larga agonía y una aún más duradera historia de incomprensiones y silencios, había muerto. Y sería en esas página donde leería, en una cosa completamente distinta a la que conocía: el día a día de ese lento viacrucis. Terminé el libro con la firme convicción de cancelar la entrevista. No sabría cómo preguntar, acaso cómo acercarme. Lo haría, como en efecto ocurrió, con preguntas estúpidas, insuficientes, obvias. Y así fue.

Doce meses más tarde, volví a entrevistarle. Escuchándole hablar, entendí, justo en ese momento, de qué sirve la vida cuando es, a la vez, vivida y escrita. entendí para qué sirve la literatura, aunque ahora, de momento sea incapaz de explicarlo. Pocas veces me he topado con alguien demasiado ocupado en escribir como para jactarse de ser un escritor.

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Oscurece otra vez y las postales, entonces, vuelven a comenzar.