martes, 14 de diciembre de 2010

Betacarotena Sputnik

Ser un vegetal en aquella ciudad requería esfuerzo y coraje. Vivir atado. Condenado al ras del suelo. Educado y preparado para la cosecha. Co-se-cha. Ya de por sí, la palabra es un eufemismo, una perversión. Ese momento en que te arrancarán del suelo para servirte en un plato. Cosecha. Una fecha de caducidad si eres tú la semilla, y no justamente la de Carpentier. Cosecha. El tiempo que avanza hacia adelante. Tú, que has sido también una hortaliza, deberías saberlo ya de memoria. Es la embolia, galopante, de los vegetales aquí reunidos.


Todo el mundo lo recuerda. Aquella mañana, la sospechosa lechuga de bigote napolitano y Betacarotena Sputnik, la zanahoria rusa, entraron al bar pensando que darían el golpe de sus vidas. Pidieron dos cervezas. Pero Betacarotena se llevó la mano al cinto cuando notó que el camarero había servido ensaladilla en su tapa. Quiso lo que cualquier hortaliza cabreada: vaciar su automática en el pecho del mozo. Pero en verdad encendió un cigarrillo y jugó a las tragaperras un rato. La lechuga, apenas un poco más despierta, rascó un billete de lotería. El día del huerto apenas había comenzado.

El problema para ciertos vegetales, no todos, es su falta de destreza para algunos actos trágicos de la vida. No saben caer elegantemente. Lo hacen como pesos muertos, sin la dignidad de las plumas o la lentitud de los árboles. Eso no lo sabían ni la lechuga de bigote napolitano ni la Betacarotena Sputnik. De hecho, diría que es un dato que ignoran casi todas las verduras en general. Por eso, cuando fracasan, son incapaces de observar su propia caída. Porque es rápida, porque no tiene propósito, porque una vez fuera del huerto lo que queda es la muerte útil -alimentar a alguien- o la muerte por defecto -el contenedor y otros pudrideros-. Apilarse. Una justifica la cosecha y la otra la niega.

Una vez propuse que nos comiéramos los unos a los otros, para evitar las culpas de la cosecha perdida y los recursos desperdiciados.Las manzanas podridas aceptaron en el acto, locas por quitarse el sanbenito del justosporpecadores. Pero nada. Aquí todos eran muy bellos para resignarse a perder así su condena a la cosecha perpetua. La embolia había depositado demasiadas esperanzas en las cáscaras abrillantadas. Y nada parece más peligroso que el ego de una hortaliza o un mango que fantasea con ser el Victor Hugo de la Macedonia.

Ser un vegetal en aquella ciudad requería esfuerzo y coraje, pero aún no conozco una sola hortaliza merecedora de tales adjetivos ni una ciudad que los perdone. Sobre las verduras.. las hay más o menos pacientes. Inteligentes. Cultivadas. Libres de insectos. Rozagantes, o demasiado inteligentes para mezclarse con otras. No lo sé. Simplemente no lo sé. Es la ensalada de la ira. La embolia del mediodía. Son estos tomates contándome las mismas cosas de siempre. Es la cosecha, con su sonido de fiasco.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Sobre la brevedad de las cafeteras


Tenía ya tiempo sin contar días. Había olvidado la repentina lentitud que le brota a las semanas cuando se acumulan alrededor de un plazo que tiene que vencer. Veinte, diecinueve, dieciocho... No, no, en realidad son veintidós, veintiuno, veinte... La cuenta regresiva demora todo lo que no sea su motivo. La vida se nos vuelve una víspera agotadora. ¡Llega, llega, llega!

Había perdido la práctica de los contadores, de los que suman y restan lunes, de los que acumulan palitos presidiarios para llegar antes a una fecha. A mí me quedan tres y no sé ya qué hacer con ellos. Me da para un triángulo y poco más. Tres días. Uno. Dos. Tres.

Cuando se aprende el vicio de la mudanza, se olvidan ciertas cosas. Se pierde el gusto por las repisas, se aburre uno de cargar cosas que cambiarán de lugar. Se aflojan las piezas y la vida deja de parecerse a la foto fija que teníamos de ella cuando éramos niños. Pero ahora que vuelvo a contar días, me parece que las cosas recuperan su olor a merienda y las mañanas retoman su sonido de pájaro.

Es lunes. Fumo un cigarrillo en la cocina. Empujo mi triángulo con impaciencia. Desde que sé que ella está a punto de llegar, todos los días son 'el que falta' . La greca hace su sonido lento de agua que no hierve todavía. Tengo sueño y ganas de que sea ya miércoles.

El agua no burbujea. El patio interior refunfuña con su sonido de pinzas y goteras. Miro el reloj, aún puedo esperar un poco más a que se haga el café. Cuento días. Uno, dos, tres. Miro la nariz de Ringo Star en una taza de Los Beatles. Y aquí estamos, la cafetera, un triángulo y yo, recuperando motivos. El agua hierve. Mi hermana llega el miércoles. La vida es esta víspera que recupera su sonido de pájaro.

sábado, 4 de diciembre de 2010

"I never met Roberto", dijo Patti


“I never met Roberto, but I like to call him Roberto”. Patti Smith está a diez o doce pasos, y sigue pareciéndome mentira. La voz rota del punk, la andrógina musa de Mapplethorpe, la jinete de Horses (1975) está ahí uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho… ahí, ahí, con Lenny Kane. Está ahí, pero no la creo posible.

Hace unos ocho o diez días ya, Patti Smith vino a Madrid para cerrar la semana del autor que Casa de América dedicó al escritor Roberto Bolaño, del que Patti se alza ahora como altavoz y gran seguidora. Por eso está aquí. Por eso canta y entra en trance.

Su recital comenzó a la diez. Esta noche, la cantante y poeta norteamericana lee poemas suyos dedicados al alter ego de Arturo Belano. Aunque a mí, sinceramente, me parecen más inspirados en Howl o en cualquier poema de William Blake que en El gaucho insufrible. La pálida morticia del punk, la ahora desteñida abuela del spoken word, está sobre el escenario invocando con sus raíces canosas y sus gemidos un performance raro que no sé si creerme.

Sobre Los detectives salvajes ha dicho Smith de todo. Que es la obra maestra del siglo XXI, la novela que ella hubiese querido escribir. Que es el Quijote, o incluso más. Y aquí estoy, sentada en el bordillo del anfiteatro, rodeada de gente, preguntándome, ¿esta mujer cree lo que dice? ¿esta mujer entiende una palabra de lo que Bolaño escribió?

Ella entró con americana y un chaleco muy a lo Joseph Beuys y una taza de café llena de quién sabe qué bebedizo. Cogió el micrófono. Habló. Enseñó sus dientes hundidos. Se disculpó por su inglés, su única lengua esa noche. Entró con la energía rota de las mujeres locas. Lo hizo hablando con vehemencia de Roberto Bolaño. Hasta las diez de ese sábado mi día entero había sido la antesala de una cita a ciegas. La semana entera había sido un rebrote de sus reliquias.

Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado… Horses (1975), Radio Ethiopia (1976), Easter (1978), Wave (1979), Dream of Life (1988)… y otra vez Horses, y otra vez Wave, otra vez Dreams of Life…. Y otra vez Horses, y otra vez Horses, y otra vez Horses. Poco antes de ir camino al anfiteatro Gabriela Mistral no paro de escuchar Rock and roll Nigger, incluido en Wave, y su versión de Smell like teen Spirit, que grabó tras la muerte de Kurt Cobain en Gone again (1996).
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A las 21.45 atravieso corriendo la calle Alcalá escuchando Gloria en los altavoces de mi móvil. “Jesus died for somebody sins, but not mine”. Nada de la mujer que llevo en mi mente se parece ésta, a esa huesos que ahora tengo frente a mí ... a esta rara criatura que en nombre de Bolaño oficia una ceremonia incoherente que no se parece ni a Los detectives salvajes, ni a Ulises Lima, ni a La universidad desconocida ni a nada que yo haya leído del chileno.

Esta mujer se parece a la idea que a ella le gusta de Bolaño, una ensoñación beat y exótica, peyote way, sacada quién sabe de dónde. Ni ella ni nosotros entendemos qué hacen Lenny Kane y ella misma durante la lectura de un pasaje de 2666 en el que, durante la enumeración de las mujeres asesinadas en Sonora, Smith fuerza un supuesto trance literario o poético que parece más un asunto del feminismo setentoso que un extracto de la prosa de Bolaño.

La canción que compuso para Bolaño tiene una rara y frustrada melancolía que no parece estar relacionada con el universo del chileno -más bien rabioso, siempre-, sino una plegaria suya que se monta en los hombros de Bolaño, porque usándolos miró algo, fuese lo que fuese: el tema para el nuevo libro que prepara sobre México, después de Just Kids, material de ensoñación literaria u ortopedia creativa. No lo sé. Incluso, sus propios poemas -leídos con voz de mundo apagado- me suenan rimbombantes, lejanos, ajenos, recargados de ángeles, Isoldas y poetas iluminados. No se puede vivir permanentemente en éxtasis. ¿O acaso esta Santa Teresa del Punk sí?
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Y todo esto comienza a olerme a farsa. Miro a mi alrededor. Estoy rodeada de gente con cara de estar en una lista. Hay luces color rosa y fotografías warholianas de Bolaño. Y no entiendo nada. Y sólo tengo a la mano mi móvil para hacer un vídeo. El único documento. El acto pasivo de registrar. Almacenar, documentar, clasificar, coleccionar. Cuando Roberto Bolaño ganó el Premio de Novela Rómulo Gallegos -en ese entonces el galardón gozaba de prestigio- nadie daba un duro por él. Ahora su nombre es liberador incluso para quienes ni siquiera entienden lo que escribe -escribió-, para quienes la llaman Roberto sin siquiera haberle conocido.
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Ahora la sacerdotisa me parece sospechosa. Me pregunto si al Hendrix de Rock and Roll nigger al que rinde culto no sería una excusa para batir su quebradiza melena y ya está. El asunto parece ser romperse los huesos, contra lo que sea, da igual el foso de la orquesta que la Guerra de Irak.
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Y de pronto, justo cuando mi abuela poética del punk y el rock está por quebrarse definitivamente ante mí como florero viejo, Lenny Kane suelta acordes acústicos… escucho las palabras dichas en el orden exacto. El mito se restituye. “Jesus died for somebody sins …”. Las fotografías de Bolaño siguen pareciéndome igual de engañosas, pero qué demonios. Es Patti Smith y es la primera vez en mi vida, y quién sabe si no la última, que escucho Gloria cantada por su voz histórica y farsante.
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Patti Smith está a diez o doce pasos, y sigue pareciéndome mentira. La más grande de todas. Aún así, me da igual. Me da exactamente igual. En la noche de los detectives salvajes, yo me dejo poner el collarcito … me dejo hornear galletitas por la lista abuela de los punks y los beats. El detective salvaje, la ovejita mansa. Patti Smith está a diez o doce pasos. Y no me la creo. No la creo posible. O quizás sí, demasiado.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Yamaikaleter (Sobre los ruidos en la oscuridad de los auditorios y las patrias)

Miércoles primero de diciembre. Atravieso el rayado que cruza desde la estación de Atocha hacia el Reina Sofía. Lo hago rápido. Con la nariz envuelta en ese débil olor a nieve del invierno y la mente impregnada con ese tufillo a gasolina que me acompaña ahora a todas partes. Prender fuego es, también, una vocación.

Entro al Reina atravesando su viejo portal de Hospital, como quien llega a que le diagnostiquen una enfermedad. ¿cierto? La sala aún tiene gente, respiro. Soy impuntual, pero no tanto. Alexander Apóstol se preparara para exhibir el vídeo que he venido a ver: Yamaikaleter. La versión original dura 20 minutos; ésta ocho.

Aún no lo he dicho, pero he llegado a la clausura de un seminario llamado Memorias Disruptivas. Dos jornadas de reflexión sobre los Bicentenarios de América Latina y el Caribe. Sofisticaciones comisariales de nuestras fallas de origen. Son suposiciones. Prejuicios. No lo sé. En verdad es gente reunida intentando pensar. Pensar. Pensar (Un infinitivo posible). El resto soy yo. O quizás la gasolina haciendo combustión en mis venas.

Cojo un programa de un mostrador. Doy saltos entre butacas. Me acomodo. Miro los rótulos. Yamaiklaleter, una confitura más de Apóstol, quien cada día sofistica su mirada, afila el escalpelo y deshace la historia patria sin nostalgia ni lloriqueos. El vídeo que este hombre está por proyectar muestra a dirigentes comunales -chavistas y antichavistas- mientras leen la Carta de Jamaica.

Este documento que promovió Simón Bolívar para recabar apoyo internacional después de la Independencia fue redactado originalmente en inglés, un idioma ajeno a la mayoría de los americanos, a los entonces independientes. Y es en esa lengua que Alexander Apóstol hace a estas personas leer el documento.

Escuchar y ver la pieza es un bofetón. Ese idioma estropeado, de palabras cortadas, criollizadas y torpes, aunque lo parezca, no invitan a la burla sino al sobrecogimiento, empujan a lo que Yamaikaleter es: un ensayo visual de la exclusión.

Lo que se supone un documento fundacional de la integración, La Carta de Jamaica, escrito por "el Padre de la patria", y que hoy es una pegatina más del populismo presente, se oye en ese video como ruido. Es eso: palabras aporreadas, patrias mal pronunciadas que nadie entiende. Ni ellos ni nosotros.

No debería hacer fotografías de este vídeo. ¿Está mal? ¿No? No tengo permiso del artista, que además es amigo. Pero me perdonarán, ustedes y él, porque la imagen es borrosa, como lo son ahora mi retina y mi idioma, cada vez más agrio, más lleno de patrias y botellas de gasolina, listas siempre para arder, para hacer ruido en la oscuridad, al margen, en los bordes de algo.

La inteligencia de Apóstol cada vez se me hace más dolorosa, y necesaria.

Más lúcida en medio de la oscuridad.