lunes, 8 de noviembre de 2010

Uno de los nuestros

Al fin, uno de los nuestros. Un arquitecto que no pone cara de escritor, ni de canciller, ni de sustituto de Vargas Llosa. Alguien cuyo mejor edificio son las palabras. Alguien al que le importan un bledo los críticos de uñas rosadas y pretensiones literarias. Uno de los nuestros. ¡Al fin, alguien que se indigesta, irrumpe en el salón de las buenas prácticas editoriales para torcerle el tobilllo Al Martin Amis de turno! Ungar viene a hacer lo que sabe, a partir narices con los nudillos huesudos de una metáfora perfecta.

Insisto, él es uno de nosotros. Alguien Que escribe con cólera, infancia, exceso de país y fiebre de hombres muertos en autobuses amarillos.
Ungar es uno de nosotros, . Sí, si, de esos que confunden la patria con el barro que devora ciudadanos. Un odiador incapaz de renunciar a la propia tierra que le asfixia y a la vez le lleva al límite de su propia pluma. Ungar es, por encima de cualquier cosa, un rompedor de ventanas, un domador de abejas, un nostálgico de animales tristes, un melodioso quiebra huesos en la marea de su prosa.

Como el niño tigre de Las Orejas del lobo, Ungar caza solo. No forma parte de nada -ni lo busca ni lo necesita- y aún así siento que padece, como algunos otros, la necesidad de cobrárselas. Y no sé si es la patria, el fango, la escritura. No lo sé. Pero a él, como a mí, alguien le debe algo. Por eso al escribir golpea, y golpea, y golpea. Yo aún no sé hacer sangrar como él lo hace.

Esta mañana, escuchando el triste sonido de los niños en su hora de recreo -hay un colegio, muy cerca de mi oficina, en la calle García Noblejas- , he leído las noticias.Antonio Ungar. Premio Herralde 2010.

He pensado en Las orejas del lobo. En De ciertos animales tristes, Trece circos comunes y Zanahorias voladoras, una novela que hace muchos años dio para la declaración de una República Independiente del Betacaroteno y también, cómo no, para mi primer ejemplar del Corazón de las tinieblas, comprado en Mérida hace años.

Son las nueve o las diez. Los niños siguen gritando, en su frío recreo de bocatas y zumos. Los imagino crueles, repeinados de gomina. Entonces me viene a la mente la primera página de Zanahorias voladoras. Ese momento justo en que la hermana del narrador, a unos pocos pasos de la reja, se deja envolver por completo con un espeso vestido de avispas.

Y como Ungar yo también sentí que me iba a "ahogar de miedo y de dicha", que me iba a "desmayar de admiración por esa niña que ya no era una niña sino un cuerpo sobre el que caminan sin picarla (ninguna la ataca, como si conocieran su poder) miles de abejas)".


Ungar se ha ganado el Herralde. Al fin, uno de los nuestros. Al fin.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Muertos dulces y vivos perpetuos (colección de obviedades en un día de difuntos)



“Giran a muerte, a besos, se los traga un tiempo y los devuelve a gritos. ¿En qué rincón de esta casa/ los escondes? Los malditos, los pájaros ciegos, /los recuerdos”
Alejandro Aura

Me gustaría ver al maestro Monsiváis regresar al mundo de los vivos, o al menos, a este compartimento de la vida que transcurre entre porreros; curiosos; okupas; artistas y pseudo artistas; gente que parece normal, pero también paseadores de perros, burócratas del anarcosindicalismo y adelitas.

De pie frente al altar que Rosalinda ha hecho esta noche -hoy es 2 de noviembre- en honor a Carlos Monsiváis, un chico con dreads y mochila fuma y come un bocadillo de chorizo. Dice no haber ido jamás a un cementerio, pero lo que tiene en frente ha de parecerle lo suficientemente místico, porque avisa a los que están a su alrededor que va a hablar un rato con el espíritu de su abuelo.

Mientras tanto, yo examino la página completa que le dedicó El País a Carlos Monsiváis el día de su muerte, y que Rosalinda, una mujer de ojos verdes y gruesa trenza de cabello oscuro, ha encolado sobre una tabla de madera color violeta que se alza sobre una manada de gatos, flores y calabazas.

Veo a Monsiváis. A veces silueteado en punta roma, otras cual reliquia. Me adelanto, me acerco. Lo miro, otra vez, y se me hace un prócer escayolado, el camafeo triste de un espejo de alcoba, una manualidad afectiva en el velador de una casa antigua. Las dos, Rosalinda y yo, fumamos en exceso. Platicamos. Primero sobre su altar -uno de los tres que ha traído para esta noche-, después sobre otras cosas.

Rosalinda tiene las manos maltratadas; manazas de dedos grandes vestidos con gruesos anillos de plata. Hace mucho tiempo tuvo un restaurante, un esposo y una hermana, pero nada de eso existe ya. Lleva aquí en España más de 20 años. Primero en Madrid, ahora en Alcalá de Henares. “Fui la primera en montar estos Altares aquí”.

Rosalinda no necesita volver al D.F, dice. Adonde va, lleva consigo su patria de muertos dulces y vivos perpetuos. “Esto es mi México”, dice extendiendo los brazos hacia las flores de papel y los platos llenos de calabaza tacha, frijoles, maíz y arroz. Nos rodean enormes tallas de gatos -Monsiváis vivía rodeado de felinos-. En los entrepisos del altar -los altares mexicanos pueden tener hasta siete niveles- hay diminutos siameses de plástico y cerámica. Alrededor, catrinas y flores de cempasúchil, que es como llaman a las flores de los muertos en náhualt.

Doy un trago a mi Coronita y sigo el recorrido por la Noche de los Muertos, que por tercer año consecutivo organiza La Casa de Zacatecas en Madrid. Es la primera vez que vengo a una. Han escogido esta vez como sede La Tabacalera, un centro autogestionado en el barrio de Embajadores. Y creo que han dado en el clavo -los organizadores, no los tabacaleros-. Nada mejor que el esqueleto de un edificio como este para ensayar estos pequeños rascacielos de difuntos.

No he terminado aún de dar una zancada sobre las velas del altar de Rosalinda cuando me topo con una alfombra compacta de caramelos en cuyo centro alguien ha colocado un portarretrato verde lima con la foto del actor canadiense John Candy. Un niño duda entre coger un caramelo o darse a la fuga con una vela, y una pareja de adultos contempla el asunto sin estar muy seguros sobre si se trata de algo serio o de un saboteo místico.

Y he allí lo que Natalia Figueroa, Nella Franco y Ana Belén García Mula lograron, por un momento, con su magnífico felpudo de golosinas: quitarle a la muerte su autoritaria solemnidad. Haciéndose las invisibles, estas artistas -una colombiana, venezolana y española- se mantuvieron al margen de la situación y dejaron que su propuesta actuara sola a través de un elemento tan sencillo como arriesgado, el humor como mecanismo sentimental.

En el altar a John Candy, una brevísima y minúscula cartela explica al espectador cuántos sufrimientos padeció el actor a causa de su sobrepeso. Y lo que parecía justamente el rasgo por el que se le atribuían aquellos papeles bonachones y entrañables era, en realidad, motivo de angustia y vergüenza. Hecha la referencia, el espectador es invitado a agacharse, coger un caramelo (Candy) y oficiar el gesto como una reverencia.

Todo esto, los caramelos en el suelo, el agacharse, la situación de detenerse... es una propuesta lo suficientemente vistosa, que logra deletrear la estética del altar centroamericano pero con la dosis necesaria de sencillez e ingenio para separarse del conjunto que lo rodea. Con esta propuesta, Natalia Figueroa, Nella Franco y Ana Belén García Mula se desmarcan incluso, de Anónimo, otro altar -mucho más convencional- que presentan en esta edición y que apuesta por el discurso convencional y de la proposición espacial de la instalación clásica, dentro de una retórica más sobria.

Con medios completamente distintos Ulises Culebro cambió el guión. Participante también en ediciones anteriores de la Noche de los Muertos, Culebro planteó un dibujo impecable, basado en la repetición de personajes que terminan reduciéndose a la silueta, a un perfil -el rostro, el cráneo, el individuo- en sus distintas variaciones: el perfil, la máscara, el retrato, el manchón... como una especie de serie sobre un mismo motivo, el retratado. Una especie de alfabeto donde cada individuo es, a la vez, signo y desvanecimiento.

En principio, me explica Andrés del Collado, el altar mexicano posee 4 elementos fundamentales: el agua, que representa el ciclo de la vida; el fuego; la tierra y el viento. La mayoría de los altares por los que me paseo esta noche respetan esta constante que en el altar de Collado se me hace especialmente poderosa, no sé si por su blanca y piramidal ascensión; si por ese algo pictórico que tiene su altar o si se trata más bien del árbol que trenza vida y muerte en un viaje vertical que comienza en césped artificial y termina en algodón de primeros auxilios.

Doy casi ya por terminada mi noche, mi Coronita y mi recorrido cuando un folio prendido en un tendedero me detiene. En realidad no es un folio, son tres. Están impresos en papeles de colores y llevan por títulos la palabra tambor numerada. Leo el primero. Tambor interno 13. Leo."No soy yo este que te habla/ sino este, todo, que te besa;/ este,/ prendido, en vuelo,/ de tu cuerpo./ Este soy/ que, artesano de tu cuerpo,/ atónito enmudece”.

Paso al siguiente. “Que venga y que te bese,/ que haga en tus ojos remolinos/ y en tu vientre/ remolinos de espuma./ Yo voy a estarme quieto./ Qué honda es la garganta de la muerte”. Me queda uno, sólo uno, el tercer y último folio, Tambor interno 15. “Giran./ a muerte,/ a besos,/ se los traga un tiempo / y los devuelve a gritos./ ¿En qué rincón de esta casa/ los escondes? / Los malditos, / los pájaros ciegos, /los recuerdos”. Los tres poemas están firmados por Alejandro Aura, un nombre que escribo rápidamente en mi Moleskine junto a la rápida y tosca transcripción del Tambor interno 14.

No me enteraré de que lo que acabo de leer fue escrito en medio de una quimioterapia hasta que Estibaliz Bravo, autora de este altar , me cuente que Aura, este ensayista, poeta y dramaturgo mexicano murió hace poco, en 2008, a causa de un cáncer de pulmón.

Los tambores, los que acabo de leer, fueron escritos por Alejandro Aura justamente en los días de tratamiento contra el cáncer del pulmón que ahora le trepa a este altar y que fueron recogidos en un blog que mantuvo prácticamente hasta el final de sus días.Escucho la historia como los bobos y los impuntuales, con la boca abierta.

Aún tengo en la mano mi botella de Coronita vacía y no sé qué hacer con ella. La gente entra y sale. Mira las catrinas con la fascinación de quien encuentra un objeto exótico. Repaso el Tambor 14. “Qué honda es la garganta de la muerte”. Me doy la vuelta. Sigue de pie el árbol de neón, como un reclamo santo o una pirámide médica.

Finalmente, el niño que dudaba entre las golosinas y las velas se ha llevado todas las velas del altar. John Candy se ha quedado sin luces. Miro mi botella vacía de Coronita. Ha de ser que todavía estoy esperando a que venga Monsiváis para levantar el altar por la sociedad civil en la que, pienso ahora, creyó demasiado.

Doy un par de vueltas. No sé porqué no logro reunir el valor para preguntarle a Rosalinda cómo se apellida, siento que no viene a cuento, que es anecdótico, que en una mujer con sus ojos un apellido no tiene espacio... Revoloteo por lo altares, me asombro del bigote montaraz de Zapata y del olor dulzón que adquieren las flores cerca de los velones. Finalmente, enciendo un cigarrillo y me quedo, de pie, enamorada -a solas- de un tamborcito impar y quizás, porqué no, de una catrina.