domingo, 20 de diciembre de 2009

"En Radio Caracas Televisión..."



Raúl Amundaray nació de Sordo a Guayabal, se hizo actor por culpa de una tía y realizó su primera prueba en el canal de Bárcenas en 1963 para la telenovela Historia de tres hermanas. Sin embargo, la primera en llegar a la estación de televisión había sido Amalia Pérez Díaz, una chilena con acento peruano, entonces ya famosa por cantar en el Show de Renny Otolina y por su interpretación de los cuentos de Román Chalbaud dirigidos por Alberto de Paz y Mateos.

Corría el año 1953. Mis padres no se conocían. Ni yo había nacido ni Pérez Jiménez había dejado aún el poder. Delgado Chalbaud cumplía 3 años de haber sido asesinado. El Aula Magna andaba ya en plenas nubes de Calder. El noticiero de la Creole tenía una emisión diaria en antena y aunque aún faltaban al menos 15 años para la primera transmisión a color, existían amagos de cuñas de navidad.

Como Venevisión no existió hasta la quiebra de Televisa hasta 1960, cuando fue comprada por Diego Cisneros, puedo exclamar, ¡feliz!, que el origen de la cuña navideña pertenece a la extinta frecuencia 2 de la televisión en Venezuela, es decir, Radio Caracas Televisión.

Mi infancia, como la del resto de los venezolanos supongo, estuvo aliñada por los rizos y las lentejuelas de Nancy Ramos y el tupé de Caridad Canelón. Cada cuña navideña del canal acompañaba el último mes del año como un acontecimiento especial. Algo cuya cuya duración podía hacernos pactar con el resto de los días una tregua más llevadera. Al menos a mí me ocurría.

Era capaz de levantar un pacto con exámenes de historia, geografía y castellano hechos en ese entonces con exténsiles. Podía inventarme una tregua con los narcolépticos resúmenes de estudio que me obligaba a aprenderme para los exámenes previos a las fiestas (todos acaban el 17 de diciembre) e incluso podía sobrellevar la dulce pereza de los 25 de diciembre y los primeros de enero gracias a esa operación maravillosa de encender la tele y ver a una tropa de alegres desconocidos cantando alrededor de un belén con espumillones y guirnaldas.

Pero si ese pequeño acontecimiento navideño se unía con otro mayor, por ejemplo, el dulce olor del guiso de hallacas, el arbolito de navidad, la reunión de mis tías, primos, primitos y demás miembros de la enorme familia materna que hoy me parece pequeña, la cena de navidad o la comida siguiente con las sobras de esa cena... ¡pues la alegría era un delirio dulzón y doméstico!


"En Radio Caracas Televisión, estamos contentos, contigo con todos... Por el año viejo, por la navidad. Y aquí te esperamos, añito que viene". Recuerdo el estribillo con la alegría de quien embucha a la vez Coca-Cola y pan de jamón. Año tras año. En las navidades de 1992 y 1993, luego de dos golpes de Estado, la muerte de mi abuelo, la desaparición de algunas infancias con sabor a torta negra. "Pa que nos animes a trabajar por el país, pa' que nos arrimes a un futuro muy feliz". En los años 1994 y 1995, durante las elecciones presidenciales y la crisis bancarias. En los años 1996, 1997 y 1998, en pleno asco nacional y adolescente. Y parecía que mientras esa gente estuviese ahí patinando y cantando, todo estaría bien. Bueno, a mí me lo parecía.

La mayoría de los actores de fueron muriendo, Raúl Amundaray no (él parece inmortal). Pero llegaron otros en su lugar. Y siguieron cantando. Y patinando. Y aunque Nancy Ramos envejeció, su cabello siguió siendo dorado y rizado. "En Radio Caracas Televisión... estamos contentos, contigo, con todos... ". Y aunque me hice mayor, mantuve la costumbre de detenerme a mirar las cuñas de navidad. No importaba cuánta veces la hubiese visto en el mismo mes. Me detenía a mirarla. Quizás unos cuatro o cinco minutos y luego retomaba lo que estuviese haciendo.

Esta tarde, después de volver de comer, ha hecho más frío que otros días. He llegado a casa y no más cerrar la puerta, me descubro tarareando. "En Radio Caracas Televisión, estamos contentos contigo, con todos...". La frase salió de ninguna parte hacia ninguna parte.

Es domingo, 20 de diciembre. Afuera, el termómetro marca cero grados y en la uno seguramente estarán dando España directo. De todas, y aunque quisiera, la frecuencia 2 ya no existe, al menos no como antes. Me pregunto si Nancy Ramos aún tendrá el cabello del mismo color. Creo que lo mejor será que comience a leer El mar, de John Banville. Me toca devolverlo a la biblioteca el 28.

Estoy tratando de hacer memoria para recordar quién cayó enfermo primero. Si el país o yo. Pero es inevitable. Ya para 1998, los dos estábamos bastante mal. Y eso que en ese entonces todavía daban cuñas de navidad. "En Radio Caracas Televisión....". Reviso la fecha. En efecto, me toca devolver el libro el 28 de este mes.


domingo, 13 de diciembre de 2009

Animales de azúcar y rosas para microondas



Limón Gutiérrez tiene el cabello largo hasta la cintura y un uniforme verde con el panda de la red WWF. Hasta hoy, ha soñado quince veces con el mismo número de cuatro ceros para un billete de lotería, con la transformación de la Catedral de León en un inmenso Mp3 en llamas y la total desaparición de la luz eléctrica en Las Ramblas a causa de un incendio producido por el exceso de fósforo de La Boquería.

Está a menos de un metro de una máquina que vende ramos de rosas. Sí, una especie de congelador que en lugar de coca-colas o bolsas de patatas fritas, expulsa flores si le metes dinero por una ranura del tamaño de un billete. Limón Gutiérrez parece verdoso y mareado. Pero no creo que sea él, es el invento ése que lo hace ver tan enclenque. Con una mano sostiene una carpeta con información ecológica que nadie quiere escuchar y con la otra un boli azul de la derrota –si nadie escucha, nadie firma-. Es diciembre. Proliferan los niños, los paquetes y las mujeres de abrigos abultados que congestionan el tráfico en los pasillos. A Limón Gutiérrez no le importa en absoluto. De lo contrario se iría, ¿cierto?

Hasta hace poco –mientras la descripción de Limón Gutiérrez ocurría para ustedes-, un hombre hosco, Francisco Pelayo, de rasgos fuertes y una estela sudor avinagrado, se detuvo frente a la máquina de flores recalentadas para examinar su billetera. Estaba vacía. Su mujer, Pepa, una rubia de raíces oscuras y vaqueros nevados, dijo algo que podría parecer una derivada –se tardó demasiado en explicarlo- . Después de tanta indicación, se perdieron los dos en la inmensidad del centro comercial.

Limón Gutiérrez sigue cerca de la máquina, inofensivo, sonriente, maquinando un avatar para secuestrar todo el pescado que amenaza La Boquería. Una pareja de quinquis navega alrededor de Limón, quien intenta un abordaje pirata sin éxito alguno. Los quinquis tocan el istmo que hace la máquina con las escaleras mecánicas. Cero ecología, cero rosas. Limón y la máquina parecen invisibles en una galería donde todo está hecho para ser visto, y comprado. Y con ese naufragio ocurren muchos otros. La madre –Cayetana- con el carrito de gemelos y el marido de abrigo Belfast y engominada cabellera. Pilar, una bondadosa cuarentona que al menos se toma la molestia de sonreírle a Limón. Encarnación, una manicurista que llega tarde al cambio de turno del salón de belleza.

A todos les corre prisa, excepto a las flores para microondas y al buen Limón Gutiérrez, que ahora mastica sin mucha convicción un osito que ha sacado de una bolsa plástica llena de animales de azúcar, su dulce consuelo para el panda invisible de su uniforme. Limón Gutiérrez piensa que mejor hubiese hecho lo que Forteza, que de haberse hecho con una portería por los pueblos de Asturias, ya se hubiese hecho una mejor suerte jugando a parar los penaltis a los mozos de los pueblos, quizás así y hasta impedía lo de la Catedral de León y La Boquería Pobre Limón y sus animales de azúcar. Ahora la máquina sigue encendida, ofreciendo rosas verdosas, a 15 euros el ramillete.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Barcelona y la fábrica de chocolates


Hay ciudades de las que me he enamorado loca e inavitablemente. Sin motivo ni móvil aparente, incluso con viento en mi contra, o simple y llanamente ningún motivo de peso para que así sea. Mérida, Cumaná, Medellín, Nueva York, San Francisco, Ciudad de México o Bristol. Aún sin conocerlas, he pretendido profundas amnesias para extrañarlas. Y conociéndolas, el enamoramiento ha sido cada vez peor y más profundo. Quienes me conozcan podrán alegar que nunca quiero estar en donde estoy y podría, en otro caso, darles la razón. Pero hoy, justamente hoy, no estoy en los zapatos de un asesino confeso.

No sé si ha de ser por mi reciente afición a Bolaño mezclada con mi encuentros con Barcelona, la gran hechicera, de Robert Hugues -todo unido con mis visitas, ya esporádicas a Barcelona- y una alocada idea que une en un mismo vértice a la Lonja, la Guaira y el Parc Güel, pero no puedo quitarme de la cabeza los adoquines del Paseo de Gracia.

He detenido un manuscrito que no iba a ninguna parte, justo para que siguiera sin ir a ninguna parte y cambiara su rumbo a ninguna parte, pero en Barcelona. No sé porqué, pero me detengo sólo en aquellas escenas que ocurren sólo en La Diagonal, o necesiten un minucioso recorrido por el Raval.

Luego de verificar datos que en verdad no necesito, vuelvo a la maravillosa Pista de hielo de Bolaño, novela ahora reeditada por Anagrama y originalmente publicada por Seix Barral. Me detengo en la patinadora del Palacio Benvingut, ubicado en un anónimo pueblo de la costa catalana, y que se abre desde las páginas del libro como un tesoro mentolado y fluorescente.

Y vista de lejos me descubro simpatizando con cosas absurdas, imaginarias y hasta irracionales, sin saber exactamente porqué. Leo, por ejemplo, sobre los Bobornes del siglo XVIII y siento una extraña y automática solidaridad, como si tal opresión -cuya veracidad en verdad no alcanzo a comprobar- ultrajara esa ciudad nublada y maravillosa, marina y distante, que tanto me embelesa y por la que siento el arrebato que detiene manuscritos y fabrica estas babas pseudoliterarias. Casa Milà, Casa Batllò, lugar idóneo para pesadillas, y si a George Orwel el templo Sagrada Familia le pareció en su Homenaje a Cataluña uno de los edificios más feos del mundo, a mí también, pero por los turistas.

Algo me empuja, incluso, a reconstruir el nacimiento de mi padre, ocurrido hace más de setenta años, de paso y con prisas, en esa ciudad. Mi padre, tan poco dado al orden, nunca ha sabido muy bien la fecha de su cumpleaños, si el20 o 21 de junio, y a estas alturas ya no me fío de lo que me diga al respecto, porque sé que acomodará la historia a lo que sabe que quiero oír. Además, ¿quién me asegura que puede recordar el nombre del hospital, si apenas recuerda sus años en el Sur de Francia? No está fácil este enamoramiento. Nada fácil.

Es jueves, son casi las doce. Hace diez grados. Madrid está hermosa, mucho más que cualquier día de esta semana y del invierno que aún no comienza y, aún así, aquí ando, en plan asesino confeso, cambiándome los zapatos. Pero les juro, sus señorías, que no soy culpable. No deseo los zapatos de nadie.Tampoco la bola que le dio la bruja a Pedro en el bosque para adelantar el tiempo. Sólo me enamoro de ciudades lejanas. Sólo eso su señoría. Si no, pregúntele a Ulises Lima. Y si a él no le cree porque es poeta, entonces haga lo propio con Remo Morán.

Dirán que estoy loca. Pero a mí Barcelona me sigue oliendo a eso. A gasolina y guayaba. A lo que olía mi infancia antes de llover. ¿No les parecen motivos suficientes, al menos esta vez?

martes, 1 de diciembre de 2009

La fuerza del manuscrito



Lunes. Martes. Miércoles. Jueves. Viernes. Sábado. Domingo. Y luego Lunes. Miércoles. Martes. Jueves. Viernes. Domingo. Sábado. Martes. Miércoles. Lunes. El asunto se va deformando. Las palabras se vuelven ineficaces, informes, blandas, poco efectivas.

La porción del parqué que ocupa mi silla se hunde, pierde vuelo. Es el mismo texto, a veces con esa coma y sin ella. Con o sin correo de por medio; con o menos café. Con fútbol o sin él. Un día más o menos Bolaño. Otro, ciertamente esperanzado. una mañana pensando en editor, otro día con el malhumor entre ceja y ceja. Llevo dos meses así. Con una goma imaginaria a cuestas, rectificando. Una cirugía diaria, imperceptible, agotadora.

El imperio de la eme. Manuscrito. Monotema. Martes. Malhumor.