lunes, 30 de junio de 2008

Once hombres de pantalón corto

La Selección enseña la copa en Paseo La Castellana. Fotografía: Salvador Rodrigo Durán.

Once hombres de pantalón corto están en boca de todos. Pequeñísimos, atrapados en la pantalla de la tele, arrancan gritos en la barra de un bar, un lugar donde lo patrio suele parecer un accidente, un tropiezo entre regiones y estatutos, un no sé qué trágico y hosco. En el minuto setenta de una final contra Alemania, once hombres de pantalón corto patean el balón con furia, como si la hinchada estrenara ciudadanía en la victoria que están por obtener. Once hombres de pantalón corto hacen lo que parecía imposible, revelan un país distinto al que tenía en mente.

Once hombres de pantalón corto han ganado la segunda Eurocopa después de cuarenta años sin cosecha. Ninguno sobrepasa la edad de la democracia. Fábregas, el benjamín, nació apenas seis años después del golpe de Estado de 1981 y Puyol, el que más, nació en plena transición. El portero de la selección, héroe del Madrid y Santo en esta Eurocopa, es un chico de Móstoles con nombre vasco y Marcos Senna, el centrocampista del Villareal y de la selección, nacido en Brasil de padres españoles, levanta a favor de España una copa mestiza.

En las tiendas de todo a un euro, los chinos visten camisetas y venden cuantas banderas haya. Hablan el español como pueden, usando de intérpretes a los hijos y nietos que han nacido en España. La mesera rumana del bar se detiene frente a la pantalla, lamenta el cabezazo fallido de Torres a puerta y luego le dice a su compañera dominicana, marcando erre con erre: “Tía, apura las cañas”. Faltando diez minutos para el final, el bar entero brinda y yo estreno con torpeza una nacionalidad heredada.

Esos once hombres de pantalón corto, y los que hacen banquillo, y los que gritan a su favor, parecen imagen –o al menos signo- de una España más abierta a la que hace más de cuarenta años, en 1964, y presidida en el palco del Bernabéu por el mismísimo Franco, ganó su primer trofeo contra una Unión Soviética, en ese entonces afanada en la crisis de los misiles. Hace una semana, en los cuartos de final, y aprovechando los penales contra Italia, más de setenta inmigrantes sin papeles cruzaron Ceuta y Melilla. Veo la foto y no sé qué pensar al leer la crónica en el Marca. El país del que salieron mis abuelos, y al que nunca volvieron, hoy es total cristalería para mi tristeza de paquidermo.

Que el lugar patrio no se le atragante a nadie y que en Catalunya celebren el triunfo con bandera española, deja hilos sueltos en ese saco sin costura que ahora parece bandera. Y aunque despacharse las votaciones del Plan Ibarretxe de hace dos día con una épica futbolera puede ser tan inocente como ilógico, hay algo en todo esto que le lleva la contraria al tiempo.

Las camisetas, los coches, las aceras, las mejillas borrachas, las pañoletas y las banderas al viento significan hoy algo distinto. Ondean como una tregua. Esta vez no pertenecen a nadie. Respiran un aire menos severo al que tenían en los balcones de Madrid durante las elecciones generales de marzo, tendidas al sol como una advertencia ideológica. Esta vez hay algo diferente. Neoespañolismo, escribió El País. La España Real, dijeron algunos articulistas. ¿El resultado? Once hombres de pantalón corto nos reúnen alrededor de algo que quizás deje de existir mañana mismo, o pasado, luego de que la Copa desfile por el Paseo de la Castellana. Aún así y después de todo, habrá valido la pena.


sábado, 14 de junio de 2008

El frío de los supermercados


Atravesé el pasillo lentamente, detrás del carrito metálico aún vacío, empujándolo como si se tratara de un peso muerto; siempre al filo del precipicio escondido en las baldosas.
Un hombre cambiaba de sitio los envases, los viejos en la primera fila de la nevera y los recién llegados siempre al final; otro igual, pero más gordo, apilaba paquetes de sal en un estante a medio llenar. Caminé directo, sin detenerme. Llegué al final del pasillo.

Mi carrito metálico aún vacío y yo nos detuvimos en una vitrina a mirar las filas de pescados, unos detrás de los otros, en perfecto orden, todos apilados con su sonrisa de anzuelo. Puse la yema de mis dedos en el vidrio, tratando de tocar sus dientes de miniatura, tratando de mirar de cerca sus vientres flacos atravesados con una cicatriz. Sentí frío, por ellos, por mí.

Volví al carrito metálico, empujándolo con lentitud, huyendo de la coreografía doméstica, de los niños que quieren abrir las galletas sin pagarlas, de las madres que les gritan, arruinando con sus voces el hilo musical de los pasillos. Miré mi carrito. Yo no había escogido nada aún y los niños gritaban a mi alrededor.

Me dirigí hacia una fila de pollos asados que daban vueltas sobre sí mismos. Miré los conejos congelados, las patas ligeramente moradas y una colección de pequeñas extremidades acomodadas en bandejas con encajes verdes. Miré el moledor del que salían listones de carne reblandecida y martillada, los delantales teñidos con el rojo perezoso de la sangre que chorrea de los congeladores.

El sonido de los ductos de aire acondicionado, de las neveras industriales y las cajas registradoras me pareció un viento lluvioso cargado de escarcha. Mi carrito aún vacío y yo nos plantamos como lo hacen los árboles congelados, abandonados a la suerte de los estantes y el silencio de los detergentes. Avancé, como suele hacerse en estos casos, empujando mi carro aún vacío hasta la línea de los torniquetes y los empaquetadores. No miré a nadie más. No pedí, tampoco di paso. Sólo me dediqué a empujar las cuatro ruedas de un carro que dejé abandonado en un estacionamiento vacío.

sábado, 7 de junio de 2008

¿Thriller de indias?, Monsi dixit

Lo mejor de su obra está, siempre, a punto de ocurrir. Lo mejor de su obra no está recogido en ningún libro. Lo mejor de su obra ocurre cuando habla. Es pequeño, aparenta indefensión y tiene manías telefónicas -una llamada puede convertirse en 17-. Carlos Monsiváis parece burlarse para sus adentros. “¿No puede preguntarme eso después, por correo?”. Escoltado por frescos borbónicos de regordetes angelitos –odia a los niños y adora a los gatos por desdeñosos-, el escritor mexicano Carlos Monsiváis se abre paso en la sala Simón Bolívar del palacio Linares de Madrid, para hablar sobre los nuevos Cronistas de indias, una conferencia organizada por Casa de América en la que se hace referencia a la nueva generación de escritores, periodistas y narradores que han hecho del género un lugar literario propiamente latinoamericano. En este mapa Monsiváis es, sin duda, una coordenada mayor. Es el cronista viejo, sacudiendo su maraca burlona.

De la crónica y otros artefactos literarios
Epidémica y maravillosa, la crónica salta y palpita. Su roncha es la historia en la piel de los ciudadanos. En menos de 15 años, en América Latina han surgido tres revistas de crónicas y reportajes: Gatopardo, El Malpensante y Etiqueta Negra. Autores, editoriales y publicaciones han llegado con éxito a España, su mercado natural. Tan sólo el año pasado, la crítica española recibió con beneplácito las ediciones La Argentina crónica, una antología cuyos autores promedian los treinta y cinco años y Lo mejor del periodismo en América Latina, editado por la Fundación Nuevo periodismo, que hace poco menos de un mes, en Bogotá, bautizó a un grupo de autores como los “nuevos cronistas” de unas indias que ya no sorprenden a Fray Bartolomé o a Hernán Cortés, sino a Anagrama, Planeta, Alfaguara o Debate.

En su intervención, Carlos Monsiváis no separa la resurrección literaria y editorial de la crónica de las necesidades del periodismo, y en cierta forma atribuye los años opacos del género al desdén que hizo de ella el Boom de la literatura latinoamericana. “El ímpetu de la novela todo lo devasta. Aquello que no entre en su terreno es literatura amena, por lo que la crónica quedó relegada a asuntos de color local. A eso favoreció también la obsesión que generó el reportaje de investigación, en el que todos los periodistas encontraban una denuncia, un poder político corrupto y la oportunidad de escribir una novela”.

De la Non-fiction a la sicaresca y el narcocorrido
Latiguillo sarcástico de por medio, Monsiváis asume que “pese a todo y contra lo previsto”, la crónica ha resurgido, entre otras cosas porque “el mundo que ahora tratamos exige unas determinadas formas de contar”, incluso, el autor de Los rituales del Caos (1995), traza redes entre las exigencias que impone la realidad para dar cuenta literaria de ella. “Las licencias literarias de la crónica, su relativa indistinción, la mezcla que hace de ficción y periodismo ha permitido describir situaciones que normalmente en el reportaje de investigación no se pueden contar del todo sin comprometer a quien escribe”. Monsiváis habla con la mano apoyada en la cara como quien empuja con fastidio el compromiso de su propia genialidad. “Para 1990 el narcotráfico llegó a tal punto que exigió de la literatura un tratamiento. Sobre todo en Colombia y México, la crónica se abocó a esa tarea. En ella podían vestirse nombres y denuncias como cuentos de hadas con AKa45”.

Envuelta en su propia dinámica, la crónica de América Latina “se mezcla con el thriller”, posa los ojos en el lugar de los temas pendientes. “Su tema no es la violencia –dice- sino la impunidad con la que se comete”. Y es justo en ese espacio donde Monsiváis delimita la “intención literaria” de la crónica, esa que la opone al reportaje de investigación, y desde la que surgen propuestas tan interesantes como las de Juan Villoro, Martín Caparrós o el cronista mexicano Elmer Mendoza, además, de la eclosión de temas de interés literario y periodístico –a mitad de camino entre la bitácora alucinada y el relato- como pueden ser las estampas recogidas alrededor de lo que el Narco-corrido representa.

martes, 3 de junio de 2008

Sobre la manía de robar edulcorante



Mi relación con la sacarina nunca ha sido normal. Debo admitir, sí, que mis libres interpretaciones de cualquier posología química han sido conocidas por sus nefastos y a veces repelentes efectos. La dosis de paracetamol de un caballo y la mía han podido llegar a igualarse en más de una ocasión. El ibuprofeno ya prácticamente no me hace efecto y tengo una prohibición expresa de Salvador para alimentar al perro que aún no tenemos, pues afirma que seré capaz de intoxicarlo con mis desvaríos en sus raciones.

Todo eso, sin contar las decisiones poco ortodoxas (como retirar el Prozac sin consultar a nadie) o, sencillamente, y por entrar en materia de una vez, por mi más histórica manía de consumir elevadas cantidades de sacarina en todo cuanto bebo. Considerando que no bebo agua y que mi dosis de líquidos se reducen al café y bebidas cafeinadas, el panorama podría ser, sin duda, la delicia de un urólogo.

La situación no sería curiosa si se mantuviera en los límites del consumo o se atuviese a esas pequeñas y frívolas manías del aspartame y sus derivados. La cajita de 300 grageas en el bolso o la pequeña bolsa escondida en el monedero. Suelo llevar una siempre insuficiente cantidad de provisiones. Sin saber cómo o porqué, la sacarina desaparece, se esfuma, pasa a mejor vida. Incluso cuando me parece que no he sido lo suficientemente vehemente en su consumición.

Todos los días, antes de entrar a trabajar, compro un café que bebo a grandes sorbos y dulces zancadas. La escena siempre se repite. Llego a la barra del Café&Té de Velázquez y no más apoyarme en el mostrador llevo mis dedos ágiles a la cesta de bolsitas de edulcorante que están a la vista –y el alcance- de los comensales. A diferencia de otros establecimientos, donde meseros y camareros administran con avaricia una, (si acaso) dos bolsas de sacarina, en este local el tesoro está allí, justo allí.

No más llegar comienzo por contar cuántas bolsas hay. Primero suelo llevarme unas cinco o seis. Miro a los lados, comprobando si alguien me observa mientras llego a la conclusión de que debo dar lástima o risa. Una vez con la primera parte del botín, experimento una sensación de victoria, una paz que dura poco, pues apenas pienso en lo escasa que resulta la provisión para una mañana, e intento coger un poco más. Entonces la leona matriarca que tenemos dentro sale en forma de extraña y maniática proveedora.

Una vez que he pedido mi café para llevar (con sacarina, claro está), agrego a la cuenta de mi ración legal –dos bolsas- unas tres o cuatro más que caen en mis bolsillos como si se tratara de un descuido cualquiera, una manía de vieja, una extraña compulsión que se alimenta principalmente de la angustia.

Y puede que quien lea esto piense que desvarío, pero es cierto, lo confieso, tengo la manía de secuestrar cantidades importantes de sacarina, preferiblemente en formato de restauración y hostelería, que viven en mis bolsillos como billetes o entre mis libros como marca páginas. Es cierto. Hay gente que le da por robas bancos y a obras de arte; ropa en el Zara o baratijas en un Chino Todo a cien, pero no, a mí tenía que darme por el holocausto del aspartame, que ha comenzado a formar un aura agridulce a mi paladar y una ligera pérdida del gusto que no sé si atribuir al cigarrillo o al ciclamato sódico .

He desviado mi ruta de compra de café sólo por el simple hecho de que en este lugar tengo plena libertad de poder llevarme cuantas bolsitas quiera sin que eso signifique, al menos directamente, un delito.

Mostradores de Starbucks han sido objeto de mi saqueo selectivo, mi cómoda y acicalada doble moral aspartámica; se trata de una impresentable manía. Y podría ocurrirme con los cigarrillos, el café o incluso con químicos de otra índole. Pero no. ¡No! Es sólo sacarina, un polvillo sintético del que –he comprobado- huyen las hormigas. ¿Delictivo? Peor aún, es la sensación de la cobaya que guarda, de alguien que siente que todo cuanto ocurre es provisional e impredecible.

Que sea edulcorante no puede resultar más ridículo. Semejante coqueta y maricona patología. La compra compulsiva e incluso el hurto atenuado parecen venir de otro lugar donde nadie te asegura que mañana puedas conseguir tu ración ciudadana de paz y sosiego. Es el síndrome, esa extraña apoplejía que me escandaliza cuando mis hermanos miran con envidia el suministro diario de leche, carne, huevos, queso y azúcar, tratando semejante víveres como si de excepciones gastronómicas se tratara. Y hay calma en su análisis, aunque no por ello se disuelva ese pequeño brillo de lo codiciado. La provisión hace que la angustia merme, va a menos. Y ahora que miro las bolsitas dentro de mi bolso, no hago más que molestar,e.

Definitivamente, llevo mucho tiempo fuera de Caracas. Y eso me espanta.

lunes, 2 de junio de 2008

Boom-bazo


Tan vieja -¿e indeterminada?- como la República. La primera edición de la Feria del Libro de Madrid se celebró del 23 al 29 de abril de 1933. En ese entonces, hace 75 años, veinte editoriales madrileñas tomaron el Paseo de Recoletos para unirse, en código progresista, al plan de fomento de lectura que había comenzado a tomar cuerpo de la mano de Manuel Azaña en 1931. España, gobernada por el presidente provisional Alcalá Zamora, sentía ráfagas del hervor que produjo el nombramiento de Adolf Hitler como canciller alemán, mientras se preparaba para el estallido de la guerra civil en 1936. Vinieron tiempos de gas y pan propagandístico. El festival literario no volvió a celebrarse hasta casi nueve años después, en 1944, en plena posguerra. Pero no sería hasta 1955 cuando reanudaría la cuenta que este año, 2008, llega a 67 ediciones.

Siendo tiempo de números redondos, efemérides y fechas pseudo patrias, España ha decidido que la cercanía del bicentenario del Waterloo de Fernando VII, perdón quise decir de las independencias en América (2010), era un motivo lo suficientemente fuerte como para dedicar la feria a la literatura latinoamericana. Se pretende así, durante dos semanas, dar a conocer de qué forma lo que se sacralizó como el “gran boom” está viviendo un relevo generacional con numerosos autores menores de 40 años. Supongo que la sumatoria de boom más boom producirá del todo un bing-bang de algo. El peruano Santiago Roncagliolo, el colombiano Juan Gabriel Vásquez, el colombiano William Ospina, los argentinos Ricardo Piglia y Alan Pauls o el mexicano Juan Villoro son sólo una pequeña muestra del sacerdocio literario que pisa el paseo de coches del Retiro madrileño. Eso, sin contar a “los bolañeros”, los a veces malqueridos autores que todo el mundo lee sólo para decir que no están a la altura del autor de Los detectives salvajes.


Joyas, novedades y gilipolleces
Este año, la feria ofrece cerca de 450 actividades y pone en las estanterías, así como en los micrófonos de conferencias y convites, cerca de 200 escritores, además del saldo de 364 casetas (veinte más que en 2007) y 428 expositores; de esos 119 son librerías, 259 editores, 14 distribuidores y 31 organizaciones oficiales.

Inaugurada entre rumores de lluvia, la Feria e enfrentó a otras nubes agoreras: la supuesta contracción del mercado editorial. Sin embargo, libreros, editores y escritores pasan de largo del tema de la crisis y se ponen las botas en un año que será tan literario como cualquier otro. Pepo Paz, dueño de la editorial de poesía Bartleby se lleva las manos a la cabeza. “Ahora me he dado cuenta que hemos hecho el gilipollas por no participar antes”. Siendo este su primer año en la feria, Bartebly entra con pie firme, pues trae su último best seller: el poemario de Ryszard Kapunscinski editado en polaco y español, una edición de 1500 ejemplares agotada en apenas una semana. Nada más y nada menos que la propia memoriabilia mortuoria para la feligresía del Kapunscinskismo.

Sin embargo, en esta feria no es Bartleby la única caseta boyante en el género poético: la editorial Visor –que hoy tiene la caseta llena por la firma de Rosa Montero- y Pretextos muestran un abultado catálogo de autores entre los que destacan, por demás, los poetas Rafael Cadenas y Eugenio Montejo. Otros venezolanos que participan en la feria son los escritores Domenico Chiappe –con su Entrevista a Mailer Daemon-, Israel Centeno –con El Hilo de la cometa- y Juan Carlos Méndez Guédez, estos últimos tres editados por sellos independientes o al menos alternativos, como es el caso de Periférica para Israel Centeno y La Fábrica para Doménico Chiappe.

De las rarezas editoriales más exquisitas que se consiguen entre las casetas cien y la 172 y su paralelo de la izquierda –divertido trozo de pasillo donde se consigue desde Candaya hasta Lengua De Trapo- está la edición que ha hecho el sello mexicano Sexto Piso de El viento ligero en Parma, una hermosa compilación de artículos y textos del autor catalán Enrique Vila matas, quien no deja de hacer guiños a la literaria Mérida venezolana en algunas de sus crónicas.
Justo a dos pasos, en la caseta de la editorial Candaya, Agustín Fernández Mallo se sienta de brazos cruzados frente a tres libros suyos –el segundo título de la longaniza sobre la Nocilla- recién publicados en Alfaguara. Me acerco, pido Nocilla dream. El vendedor me mira, mira a Fernández Mallo y vuelve a mí: “Él es el autor. ¿Quiere que se lo firme?”. Me toca aclarar lo que, supongo, le ocurre a la mayoría. “Sí, lo conozco”. (¿Sería posible no saberlo después del boom Generación Nocilla que produjo Nuria Azancot en El Cultural). Me giro hacia Fernández Mayo: “Lo lamento, aún no he leído su libro. Sé que todo el mundo le aborrece. Pero aún no puedo tomar partido”. El comentario parece no gustarle a Fernández Mallo, quien parece aún más incómodo cuando le digo que la dedicatoria del libro sea para “La KSB”. ¿Qué es, una empresa, una persona, qué es eso? “Son mis iniciales con un artículo determinado”. El escritor firma con boli rojo, y de mala gana. Me presento como periodista. Identifico el medio y la sección con la que colaboro. Ha resultado que tenemos amigos en común. Bueno, en realidad el amigo es suyo; el jefe es mío. Fernández Mallo subraya el asunto, como para que no quede duda. Sonrío y me doy la vuelta.

Corrillos literarios en casa de Pedro J.
Antonio Gala, de bastón y fular, es uno de los primeros en llegar a la fiesta que el director del diario el Mundo, Pedro J. Ramírez, ofrece a editores, periodistas y escritores en ocasión de la feria. Comentarios van y vienen: el premio Leyenda para el editor Jorge Herralde; la elección de la novela El corazón helado, de Almudena Grandes, como el mejor libro del año en 2007, et alli. Sin embargo, hay un tema que escose un poco e inquieta otro tanto. Hace unos días, el escritor Carlos Ruiz Zafón –autor de La sombra del viento y El juego del Ángel- y ficha de oro de la editorial Planeta, ofreció una entrevista para el diario El País en la que se mofaba del “mundillo literario” que le hace ascos por su éxito comercial. Y quiérase o no, según José Manuel Plaza, periodista literario para la sección de cultura del diario El Mundo, “Ruiz Zafón es, sin duda, el gran protagonista de la feria”. Aún así, entre una copa y varias fotos de sociales, Plaza remata, “aunque hay escritores latinoamericanos muy interesantes a los que tenemos pensado dedicar páginas especiales, entre ellos, y sin duda alguna, a Ricardo Piglia y Alan Pauls”. De nuevo, y esta vez en las marquesinas, América Latina domina la escena. Yo campaneo un Whisky de lima. Tengo aliento a gasolina y ganas de cambiar de vida. Pero eso, de momento, no viene al caso. Mejor me quedo con el Boom-bazo que ha cambiado a Balcells por Herralde.